Dedicado a NELAKANTA
¡Ay, “rapaz”, qué “tunda” merecías!
A quien se le cuente… Menos mal que estaba allí el regazo de la abuela, las
caricias y su sonrisa, el refugio más seguro. Porque, madre, cuando creías que
tocaba palo eran mimos y cuando parecían mimos; ¡zas!, palo. Coincidir con ella
fue levantar las manos, esquivar los golpes. Después del descenso, del temor
que estallaba dentro del pecho, cansado y humillado, ya no quedaban fuerzas
para huir. Sorprendente abrazo. Desaparecido, toda la noche fuera de casa; sin
que nadie supiese adónde puede llevar la cabecita de un niño y, ¡hala!, el peor
de los temores: encontrarse con madre antes que con la abuela. Nunca otro
abrazo como aquel, ni lágrimas más transparentes. La confesión se escurrió como
la saliva, ¿quién no se conmueve? Duró eso, el tiempo de explicar la escapada.
—¿La Luna?, pero cómo se te ocurre,
en una noche de Luna nueva...
Después la colleja, madre, que era
imprevisible; aunque aquel día tuviese disculpa. Menos mal que abuela aguardaba
con los brazos abiertos. Suerte.
Peor fue abrir los ojos y descubrir
el Sol en lo alto, peor aún cerrarlos por las puyas del cegador mediodía;
aceptar la frustración, la oportunidad perdida por quedarse dormido; el
abatimiento y el temor a regresar con las manos vacías había sido mayor. Claro
que... aún faltaba padre.
Por acostarse, de pie hubiera sido
más fácil resistir despierto. Había alcanzado la cima a tiempo, antes que la
Luna, con esperar bastaba. Pero los montes gallegos, en las noches de verano,
no son camas; son paraísos de hierba fresca. Si a eso se le añade la agotadora
subida, más empinada y larga de lo previsto, ¿quién se resiste? Un niño no; ni
dolorido y escocido por saltar desde la ventana. Para salir sin ser visto no se
podía utilizar la puerta. Gracias a la poca altura —aunque desde el aire
pareciese eterna—, la “culada” y los trompicones no acabaron en tragedia; los
calores acompañaron hasta lo alto del monte y más allá.
Sin padre a la vista, discurrió la
tarde; casi se había olvidado el suceso. Pero nada más acostarse, entró en la
habitación. Se fue directo a la ventana, a cerrarla. Al volverse, sus ojos
quemaban más que la luz del Sol.
—Ni se te ocurra escapar otra vez,
y menos por la ventana; cuando quieras la Luna, me la pides a mí, que yo te la
daré.
Si no fuese por el miedo, sabría
que la intención de ir a buscar la Luna, justo cuando pasaba a ras del monte,
era para regalársela a la abuela. Aquel “yo te la daré” dolía sólo con oírlo.
Nunca he vuelto a intentar alcanzar
la Luna, por lo menos de esa manera. Pero ¡ay, “rapaz”!, ¿dónde perdiste
aquella inocencia? ¿Dónde? Aunque sólo fuese por mantener vivo aquel brillo
especial que refulgía en los ojos de la abuela cuando madre se lo contó.
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