Vagaba por una de esas mañanas en las que no
apetece hacer nada. Tal vez, porque era la repetición de la jornada anterior o,
incluso, de toda la semana. Después de esperar con ansiedad el sábado para ver
si cambiaba de color el día y comprobar que sólo habían sido falsas esperanzas,
la apatía y aburrimiento me encogían hasta sentir frío. Para no esforzarme en
vivir, me había tirado a la calle. Necesitaba la confusión del anonimato,
perderme entre esa muchedumbre que cuando no viene se va.
Cuando creía que ya nadie me podía ver, fuera
del alcance de los malos pensamientos, un soplo de voz me susurró un saludo en
el cogote.
–¡Hola!
Sorprendido, reaccioné con brusquedad y me
giré para saber quién era.
–¡Anda! Si eres tú, creí que ya no te volvería
a ver –dije a la inesperada y grata aparición.
No sabía cuanto tiempo había transcurrido,
pero tenía que ser mucho, pues ya casi no lo reconocía. Era Sentido Común,
compañero de otras ocasiones que se me antojaban muy remotas o perdidas. Ya no
esperaba encontrarlo paseando por la calle un sábado a media mañana.
Antes de que le devolviera el saludo habló él
otra vez.
–Te noto decaído, ¿te encuentras bien?
–Sí, sí –afirmé convencido, al fin y al cabo, sólo
se trataba de monotonía–. Bajé un momento a estirar las piernas. Por lo demás,
como siempre; nada que no se sepa.
–Es que me pareció que andabas cabizbajo y un
tanto a la deriva, con el buen día que hace hoy –hablaba, mientras me miraba y
sonreía cordialmente.
–Sí, en casa, encerrado, no se percibe de esta
manera. Pero al pasear se descubre lo que anima el buen tiempo.
Tal y como sonaba mi voz, ni yo la encontraba
convincente. Una de las cosas más difíciles de disimular es el aburrimiento.
Por eso intenté cambiar el centro de atención y fue, entonces, cuando me fije
en lo elegante estaba él. Iba de esmoquin, lo que al ser un sábado por la
mañana supuse que estaba camino de una boda. Peor, vestía frac y eso me produjo
un cosquilleo que no sabría decir porqué ni en dónde. La idea de que Sentido
Común se casase sonaba a ironía impertinente y, ¿por qué no?, también tenía
cierta gracia.
Sin atreverme a preguntarle abiertamente si él
era el novio, di por hecho que iba a una boda.
–¿Tan elegante, quién se casa?
–Yo no –y se rió con fuerza.
Yo también reí, fue inevitable contener la
carcajada; reímos los dos a placer.
–No, no se trata de una boda, y menos de la
mía. ¿Casarse el sentido común?, ni aunque vista de frac –volvió a reírse con
ganas.
–Llegué a pensarlo –le confesé, y nos
desahogamos de nuevo.
–Vamos, te acompaño en el paseo. Mientras, te cuento
porque voy vestido así –me dijo.
Momento en el que reanudamos ese andar hacia
ningún lado, en el que yo estaba metido antes de verlo a él. Caminábamos
juntos, como si fuésemos los dos colores del ajedrez. Se producía un contraste
tan alto, que no sé si se notaba más por fuera o por dentro. Él lucía un
elegante vestido, yo llevaba un chándal gastado y viejo que, a pesar de lo feo
que era, casi todos hemos sido capaces de utilizar en alguna ocasión sólo por
comodidad. De tan exagerado contraste nadie parecía darse cuenta. Es posible
que al estar unos tan cerca de otros nos provocase presbicia, nos dificultase
la visión. Lo mismo ocurre a una cierta edad con la letra pequeña, también es
necesario separarse a una prudente distancia para ver. Por otro lado, la
inevitable presencia de nosotros mismos se nos imponía, a mí por lo menos, y me
impedía ver en el resto de los transeúntes otra cosa que no fuese un baile de
formas borrosas; que en la mayoría de las ocasiones no podía ni siquiera
esquivar.
–Dime, ¿de qué va el asunto?
–Verás... –y dudó un poco –, lo cierto es que
se trata de una larga historia, que no sé como empezar. ¿Tú has oído hablar
alguna vez de una partida de cartas llamada La mano de Dios?
–¿La mano de qué...? –Lo miré con fijeza
intentando situarme.
–¿Tienes mucho trabajo qué hacer hoy?
–No, estoy de descanso –contesté dubitativo.
–Bien, entonces te llevaré conmigo. Ya verás,
vas a vivir algo que nunca imaginaste.
–¿Qué me vas a llevar?, ¿pero cómo voy a ir
contigo? ¿Qué dices? –No comprendía adónde quería ir a parar, parecía ilógico
que intentara ocupar su tiempo conmigo, si en realidad quien tenía que ir a
otro sitio era él.
–Sí hombre, sí. Déjame que te lo explique, es
fácil.
–Venga, di. Porque empiezo a tener la sensación
de una duda que me angustia. –Si lo miraba veía en él a mi amigo Sentido Común,
pero si lo escuchaba la contradicción me inquietaba.
–Lo primero que tienes que hacer es vestirte
para la ocasión. No hay tiempo que perder. Por el camino te iré contando el
resto.
–¿Estás seguro de que tú eres Sentido Común?
–Ya no podía soportar la duda yo solo, necesitaba que me lo confirmase.
–Claro que sí. No te preocupes –se rió
abiertamente de mis miedos e intentó tranquilizarme con amabilidad.
–Es decir; ¿sigues siendo el que eras no?, ¿o
has cambiado?
–¿Cambiado?, ¿puede cambiar el sentido
común? –Risas otra vez.
–No sé, te encuentro desconocido, distinto...
–A lo mejor es cierto, hoy es un día muy
especial y tal vez esté más emocionado de lo normal. Pero, vamos; rápido que no
llegamos.
Sin darme tiempo a pensar, me empujó a entrar
en la primera tienda de ropa que se nos presentó y me hizo gastar mucho más de
lo que cualquier sentido común normal hubiese aconsejado. Después de elegir un
conjunto de chaqueta americana a juego con el pantalón, una elegante camisa de
seda, corbata impuesta y zapatos también a estrenar; suplicamos y abrimos mi
cartera con generosidad, hasta enternecer el corazón de un viejo sastre que,
ante nuestra desesperada insistencia, accedió, refunfuñando, a dar los últimos
ajustes. Con el buen hacer y la diligencia de aquel hombre no fue necesario
mucho más de tres cuartos de hora para dejar lista mi ropa.
Instantes que aproveché para subir a casa,
darme una ducha y un ligero afeitado. Casi sin darme cuenta, estaba camino de
quién sabe dónde, vestido y arreglado con tanto esmero, que casi podía competir
con la elegancia de mi disparatado amigo.
Nos subimos a un enorme coche negro, de
cristales tintados que no permitían el paso de la luz. Bajé la ventanilla, para
ver por dónde íbamos y pude comprobar que el coche avanzaba a una velocidad más
que razonable. Me fijé en la gente que dejábamos atrás y pude comprobar que al
alejarnos de ella se convertía en un punto diminuto, tan irreconocible como
cuando uno estaba demasiado cerca. La distancia se me antojaba de una
importancia clave para enfocar con nitidez. Dado que ni de cerca ni de lejos
lograba distinguir lo que me proponía, cerré de nuevo la ventanilla. Dirigí la
atención hacia Sentido Común y escuché lo decía respecto al lugar a donde me
había invitado.
A partir de ese momento, ya no pude saber nada
más del camino que habíamos tomado. Supuse que era bastante lejos debido a la
duración del viaje. De cualquier manera, ante lo que me decía Sentido Común,
pronto necesite de toda mi atención para intentar comprender donde me estaba
metiendo.
Empezó a contar que nos dirigíamos a una
fiesta milenaria, que tradicionalmente se celebraba al final de un milenio o al
comienzo del otro. En ella se reunían todos los inmortales, únicos invitados que
se podían reunir con dicha regularidad. Entre todos los asistentes se
completaba una especie de baraja, que servía para que cinco jugadores
participasen en una partida a la que llamaban La mano de Dios.
–A ver, si he entendido bien se trata de una fiesta
para inmortales.
–Eso es.
–Ya, pero yo soy un simple mortal.
–Sí, claro, pero no está prohibido que asistan
los mortales. Lo que ocurre es que no pueden participar en el juego. Cosa
bastante obvia, si se tiene en cuenta que se trata de una partida en la que se
juega una mano cada mil años –el condenado sonreía con satisfacción mientras
hablaba, incluso me pareció que lo hacía con un cierto recochineo.
–Es decir; vosotros no sólo sois invitados,
sino que también formáis parte de esa baraja.
–Así es, se trata de una baraja infinita en el
tiempo e indefinida en el número de cartas. Donde cada una tiene un determinado
valor, que le será aumentado o disminuido, en función del resultado final del
juego. Cuando la mano termina, se le asigna a cada carta, que hubiese sido
elegida para participar, su lugar en la clasificación. Dicha posición es la que
indica el orden de fuerza o poder de unas con respecto a las otras. El valor
que se le concede a las cartas, se llama cuota.
–Entiendo, me llevas a unas olimpiadas, pero
de inmortales claro. –Lo miré, no sé si con resignación o con rabia contenida.
–Más o menos, algo así.
–Ya, la única diferencia es que en este caso
se celebran cada mil años y que, en lugar del laurel, a los participantes os
dan un premio llamado cuota.
Mi actitud irónica ya hubiese enfurecido a la
mismísima santa paciencia, pero él semejaba no enterarse y continuaba sonriendo
en clara actitud amistosa.
–Si te sirve de ayuda para entenderlo, digamos
que podría valer. Siempre y cuando se tenga en cuenta de que se trata más de un
juego de azar que de una competición organizada. Cada uno viene a esta reunión
en busca de una cuota que saldrá de la suerte y desarrollo de dicha partida.
Situación que, a la postre, servirá para mantenerlo vivo los próximos mil años.
–¿Vivo?, ¿pero no dijiste qué erais
inmortales?
–Y lo somos. Sin embargo, ocurre que si por
alguna razón no logras participar en la asignación de la cuota, pasas
irremediablemente al anonimato, a la indiferencia. Te conviertes en un
desconocido, o lo que es lo mismo; dejas de existir y entras en una especie de
letargo. Eso, para cualquiera de los inmortales, supone la más cruel de las
muertes. Es decir; no vives, que es mucho peor que morir.
Mientras me hablaba, al escucharle aquellas
palabras y la manera de decirlas, empecé a percatarme de lo importante que era
aquel juego para él. De algún modo, mi comportamiento insensible y sarcástico
me hacía sentir culpable. No era mi intención burlarme, ni mi estilo, pero
también era consciente de que yo ignoraba todo aquello. Opté, entonces, por
prestar más atención y delicadeza al asunto.
–Por lo que me dices, esto supone mucho para
ti. ¿Cómo andas tú, qué posibilidades tienes?
–¿Yo? ¡Ah! No te preocupes, mi cuota apenas
varía. Digamos que una gran mayoría de nosotros somos de valores fijos. Ni
alcanzamos la popularidad de algunos, ni el olvido a que someten a otros. Aquí
apenas cambian las cosas de un milenio al otro. Más que nada, se trata del
momento de emoción que se produce, el encuentro y la charla con los demás. Es
una forma de reunión social en la que casi todos saben por adelantado el final.
Un lugar apropiado para mostrarse y ver a los otros, donde cada cual tiene la
capacidad de compararse y autoafirmarse con sus semejantes.
–Ya, un modo muy fino de definir el cotilleo –no
pude contenerme.
–Eso también, ni te lo imaginas –las mismas
risas, pero a mí ya no me hacía tanta gracia.
–¿Quiénes son los demás?
–¡Uf! No podría decírtelos todos, ni yo los
conozco. Pertenecemos a diferentes apartados, o palos, como se dice en la
baraja. Es mejor que los vayas conociendo tú poco a poco; será un buen modo de
disfrutar de la fiesta. Digamos que, de entre los más famosos y poderosos,
están las eminencias o ases de la baraja; que, por cierto, son muchos más de
cuatro. Los podrás conocer directamente y hablar con ellos si lo deseas. No son
nada remilgados, en estos casos cualquiera que les preste atención los estará
halagando. Tendrás verdaderos galanes, como el Amor, el Odio, incluso a D.
Dinero al alcance de tu curiosidad; ilustres damas como la Razón, la Justicia,
hermosuras como la Fortuna o la Inteligencia: todos estarán a disposición de
quien sienta interés por ellos.
–Comprendo, entonces si tú, que eres el Sentido
Común, me dice todo esto, ¿qué me dirá la Locura?
–Tu mismo podrás preguntárselo, es una dama
que tiene más encantos de los que en un principio quepa imaginar.
–Visto así…
El coche se detuvo y se abrieron las puertas
delante de un enorme edificio, muy acorde con la situación y con la
majestuosidad de unas impresionantes escaleras. La entrada estaba franqueada de
par en par. Custodiada a ambos lados por unas desconocidas figuras o símbolos,
que sugerían la idea de una forma distinta de guardia.
–Mira por donde, hablando de Locura; aquí
viene. Ahora te la presento.
Puede que mi amigo Sentido Común estuviese en
lo cierto. Pues al contemplar a aquella preciosidad, como sonreía y andaba hacia nosotros
con arreboladores contoneos, tan incitante y bien puesta, nadie se atrevería a
llamarla locura ni aún sabiendo que la era.
Cuanto más se acercaba, más cautivadora e
irresistible se mostraba. Ante su presencia, resultaba imposible no compararla
con mi amigo y, lo cierto, es que poco o nada parecían tener la elegancia y
sobriedad del uno, con el encanto y la infinita frivolidad que la otra
insinuaba. Tal vez, lo único que parecían compartir fuese una extraña aura que
se reflejaba en los dos al mismo tiempo; una sensación que los rodeaba por
igual.
Después de la pertinente presentación,
celebraron afectuosamente el entrañable reencuentro y noté como me iba quedando
a un lado. Circunstancia comprensible, sabiendo el tiempo y lo que aquella
especie de simposio representaba para los inmortales.
Me costaba asumir lo que estaba sucediendo. Es
cierto, ¿pero a quién no? Ver a Locura y a Sentido Común, caminando hacia lo
que semejaban las escaleras de una fastuosa catedral o palacio, cogidos de la
mano y revueltos en unas amigables carantoñas, mientras compartían experiencias
y recuerdos, era una situación o idea, que iba mucho más allá de las
posibilidades o límites de mi propia comprensión.
Curioso, pero no fue Sentido Común, sino
Locura, quien se dio cuenta de que me había quedado atrás. Se volvió hacia mí y,
en un amable gesto, me tomó del brazo y me abrió hueco entre ellos dos. A su
vez, Sentido Común, quien sabe si para disculparse del momentáneo abandono al
que me había sometido, o para que fuese teniendo una idea de lo que me
esperaba, me susurró al oído.
–Los dos pertenecemos al mismo palo de la
baraja.
Ya casi no me atreví a pensar lo que eso podía
significar, puede que por la emoción que me provocaba aquella insólita
situación o por el miedo que tales palabras me causaban. Fuera lo que fuese, yo
estaba a punto de entrar por una enorme y misteriosa puerta, de la mano de
Locura por un lado y de Sentido Común por el otro.
He de reconocer que hasta aquel instante no
había pensado ni un momento en mis semejantes. Quizá la atracción o tentación
de tanta curiosidad, ayudó a que me olvidase quien era yo; pero cuando noté la
presencia de la puerta encima de mí, sentí miedo, un estremecedor y frío miedo.
No pude evitarlo, en ese momento le tiré de la
manga a Sentido Común y, deteniéndolo casi con violencia, le pregunté:
–¿Y los demás, los míos, los mortales, dónde
están que no he visto a ninguno?
–Tranquilo, han de estar por ahí, mezclados
con los inmortales, pero entre vosotros no podréis veros. Aquí, supongo que de
momento, no está permitido que os comuniquéis. Sólo se os permite el acceso,
pero de manera individual y a modo de simple distracción o curiosidad.
–Público pasivo, quieres decir, eso ya lo
tenemos muy superado nosotros con los programas de televisión. –No sé si por el
miedo o por la emoción, pero tenía la ironía a flor de piel.
Locura me pasó una mano por la cabeza y, casi
en un gesto maternal, revolvió mis cabellos mientras decía:
–No te preocupes, las primeras veces siempre
asustan un poco.
Entramos, y al principio no fui capaz de ver
nada. Conmocionado por la expectativa de aquel insólito viaje a la
inmortalidad, a duras penas lograba mantener el equilibrio. Resultó ser una
experiencia distinta, extraña; una infinita realidad que parecía estar siempre
en constante movimiento. Donde casi era imposible mantenerse de pie. Aquella
sensación de ingravidez, de vacío mental, no me permitía encontrar nada
racional a lo que poder agarrarme.
Cada vez más asustado, ante la sensación de
vacío, me acerqué lo que pude a Sentido Común. Y aunque Locura intentó animarme
para que pasease libremente, no fui capaz. Me pareció que estaba todo tan lejos
y tan cerca a la vez, que cerraba los ojos con fuerza. Era demasiada aventura
para el intelecto, había más montaña rusa de lo que se podía permitir mi
cuerpo.
Ellos insistían en que podía andar por mí
mismo y yo lo negaba. No sé si por miedo o por ignorancia, pero no aceptaba la
idea de verme solo ante tanta inmensidad. Si no fuese porque intuí que también
ellos necesitaban encontrarse con su propia soledad, a pesar del empeño que
mostraban en dejarme, me habría agarrado a las colas del frac de Sentido Común,
igual que un niño pequeño lo hace a las faldas de su madre.
Al final, no me quedó más remedio que aceptar
la idea de un viaje en solitario. Que, como la vida misma, tendría que ir
descubriendo y experimentando, sin mucho más compañía de fiar que la mía. Según
iba fijando el equilibrio, mientras intentaba sostenerme, apoyándome en lo que
podía, iba apareciendo ante mí una imagen menos borrosa y, a la vez, más condicionada
al lugar desde donde miraba. Ello me ayudó a sortear, de la mejor manera
posible, el vértigo que semejante vacío me causaba. Despacio, pero me fui
habituando a la navegación por la infinitud del océano mental. Disminuyeron las
náuseas y el mareo se fue volatilizando como el humo de la pipa de un capitán. Comencé
a desplazarme poco a poco; ya era capaz de saltar de una ola a la otra, sin
necesidad de sujetarme a ninguna asa estática. Empecé a divertirme y eso me
animó a continuar por tan insólita “oceanidad”.
Nunca fue necesario que transcurriera mucho
tiempo para que lo extraño se convirtiese en común y cotidiano. La sorpresa es
como una estrella fugaz, rara vez dura más que la novedad que la ha ocasionado.
Tanto, que ya casi nada parecía lejano y lo que un principio me había resultado
impensable o imposible, se había ido convirtiendo en una situación amable,
familiar. Bastó con la simple ojeada, apenas tuve que esforzarme para encontrar
en cada nueva imagen otra que ya conocía. En ocasiones es asombrosa la
capacidad de adaptación que podemos llegar a tener.
Aún no era capaz de creer nada de todo aquello
y ya se me antojaba de lo más vulgar. Sobre todo cuando conseguía olvidarme de
la realidad de los inmortales. Algo sencillo, teniendo en cuenta que siempre
cuesta más recordar lo que no se comprende. Incluso al pensar en los allí
reunidos como personas, dejarse arrastrar por el cómodo recurso de
humanizarlos, para crear un entorno compresible, me producía una sensación de
alivio y sosiego. Muy necesario para mi propia salud.
Aquel encuentro no difería mucho de una
reunión social a la que concurrían más conocidos que familiares o amigos. La
disposición del salón, amueblado con pocos muebles y mucho espacio para
moverse; sin sillas, con las mesas repartidas sin orden aparente, sólo invitaba
a pasear de un lado al otro, si uno deseaba probar el variado y disperso menú.
Era una situación premeditada, que presentaba la comida y la bebida de una
forma que invitaba al diálogo y convivencia social. Distinta a las fiestas
familiares que, por lo general, obligan a sentarse en un lugar de la mesa,
condenando la amistad a los dos o tres compañeros más cercanos. Donde a fuerza
de repartir pan y vino con un desconocido, es inevitable no hacer un amigo.
Así, la posibilidad de recorrer toda la estancia con facilidad permitía que
los invitados se pudiesen intercambiar las posiciones antes de que nadie se
ahogara en el perfume del otro. Si aún eso no fuese suficiente, aquel salón o
estancia real parecía interminable, tan grande que agotaba andarla toda. A
mayores, contaba con varios salones auxiliares a su alrededor, abiertos al
principal, que permitían ver toda la fiesta y disfrutar de unos sofás. Salvo en
la cara norte, donde sólo había una enorme puerta que comunicaba a la estancia
en la que se jugaba la gran partida milenio tras milenio.
Costaba creer que aquellos inmortales lo
fuesen y más aún pensar en ellos como cartas de una baraja. Nadie lo diría al
ver como se acomodaban alrededor de las mesas, mientras daban cuenta de las
viandas con el mismo deleite que cualquier humano. No era posible ver más allá
que simples mortales.
Entendido de esta forma, la conversación del
Amor, el Odio y D. Dinero, apoyados en una de las barras de aquel inmenso
salón, no difería en nada de una charla de galanes de poca monta. Parecía
sencillo ver a imponentes bellezas como la Igualdad, la Libertad, la Honradez u
otras muchas, reunidas en uno de los salones auxiliares, cotilleando como
vulgares marujas de todo lo posible e imposible de la vida.
Juraría que he oído como D. Dinero le decía a
sus contertulios, presumiendo de sus conquistas como si fuese un inseguro
adolescente, que se había llevado a casi todas las damas a su cama. También
había quien decía que su actitud de fantasma, no era más que una forma de
fastidiar a los que él creía sus máximos rivales: el Amor y el Odio. Corría el
rumor, quien sabe si por envidia, de que D. Dinero presumía abiertamente de sus
innumerables conquistas, sólo para que ninguno de los dos pudiera arrebatarle
sus amantes. Al parecer, temía del poder que pudieran tener sus competidores si
recuperaban su autoestima.
Fuera por lo que fuese, parecía la estrella entre
todas las cartas. Lo sabía y no paraba de mostrarlo a todo el mundo. Y aunque
no a todos les hacía gracia, él se divertía y se reía sin complejos. Sin que, en
apariencia, le importarse mucho lo que pensasen los demás de su descaro.
Para que no hubiese dudas de su innegable
galantería, pidió a sus compañeros de barra que aceptasen una apuesta. Estaba
convencido, y así se lo daba a entender, de que también sería él quien se
llevase a la cama a la díscola Razón. Sin esperar respuesta, al verla al otro
lado de la sala, en compañía de otra no menos ilustre como era la Justicia,
salió a su encuentro; una vez más, según decían los que podían recordarlo. Sin
pedir permiso, se metió entre ellas y su conversación, se le acercó al oído de
Razón y, al igual que si fuese el más borracho de la fiesta, le dijo:
–Si te meto una mano entre las piernas nunca
jamás vuelves a poner esa cara de aburrida mojigata.
Razón se revolvió furiosa, como si le hubiesen
arrancado el alma, y le dio una sonora bofetada al descarado, mientras lo
insultaba a placer.
–¡Imbécil! ¡estúpido impotente!
Dinero se retiró, para no recibir otra
bofetada y, mientras disfrutaba de la mala uva de Razón, le dio un pellizcó en
el culo a Justicia, al tiempo que le dedicaba un guiño y sonreía con malicia.
Ésta, descuidada, no pudo más que devolver la sonrisa, al tiempo que disimulaba
con elegancia el rubor que aparecía en sus mejillas.
Razón parecía jurar con más fuerza. Sus
insultos inflaban el pecho de Dinero que retornó a donde estaban sus antiguos
compañeros y sin dudarlo les dijo:
–¿Habéis visto cómo se cela la muy bruja?, está
al caer.
Si no se tratase de una cartas, que esperaban
su turno para jugar, si no fuese eso, un simple juego, daría que pensar. Pues,
verlos en aquella actitud, invitaba a recordar a ciertos individuos en las
salidas de las discotecas. Pero había de todo, y si D. Dinero se arrogaba el
protagonismo, no era porque no hubiese otros inmortales atractivos y poderosos.
Algunos eran tan interesantes como deseados, entre las más hermosas estaban
Fortuna e Inteligencia que al ser dos de los comodines que toda baraja tiene, no
hacían más que otorgar el máximo valor a sus compañeros de juego. Pero, como
siempre, todo poder es caprichoso y se acuesta con quien le da la gana, por lo
que ante tales comodines incluso D. Dinero suspiraba.
–Reunida la baraja todas las cartas parecen iguales
y por eso se puede jugar –decía Sentido Común cuando me traía de regreso a casa
en el mismo coche.
Lo había pasado muy bien. Al final, no era
capaz de imaginar más que una fiesta en familia, de esas en las que después de
comer, los más viejos sólo saben jugar a las cartas. No creía posible que se
tratara de un juego, que los inmortales repetirían dentro de otros mil años
para, como bien había dicho mi amigo Sentido Común, no cambiar casi nada. Me
ayudaba a que todo pareciese irreal, el hecho de no haber podido asistir en
directo a la partida. No dejaban entrar a nadie que no fuese la propia baraja.
Algo que no se entendería entre los mortales. La idea de que un espectáculo,
como se suponía que tenía que ser una partida que se llamaba “La mano de Dios”,
se jugase en privado y en secreto era del todo incomprensible.
Recordé, entonces, que ni siquiera me había
dado cuenta de quienes eran los jugadores de la partida, conocía algunas
cartas, pero no quienes las jugaban.
–Ahora que me acuerdo, no he visto a los
jugadores.
No me dejó terminar, era como si estuviese
esperando para contármelo.
–Le llaman mano al juego porque son cinco los
jugadores y cada uno representa a uno de los dedos. Y se dice de Dios, porque
se piensa que la divinidad reparte todo su poder entre aquellos que participen
en el juego. Existe la creencia, en el conjunto de las cartas, de que si
cualquiera de ellas alcanzase más poder que uno de los jugadores lo sustituiría
en la mesa y éste pasaría automáticamente a ocupar un lugar en le mazo de la
baraja. Pero de momento los que están jugando son: el Saber que es el que
reparte. Ese nunca juega y está representado por el pulgar porque dicen que es
el dedo que lo encierra todo; el Bien identificado con el índice por sus
infinitas posibilidades; su pareja en la mesa es el Mal, y está simbolizado por
el corazón, dedo que al abrirlo hacia arriba con el puño cerrado muestra con
todo esplendor a su representado; la otra pareja la conforman la Verdad, a la
que se le ha elegido el anular por lo difícil que es abrirlo y separarlo de los
demás; y lo Falso, qué mejor que el meñique para identificarse, tanto por la
facilidad para abrirlo, como por ser el que está más próximo al infinito, y a
la vez, estar siempre cerca del anular igual que lo Falso también está de la
Verdad.
Pregunté si faltaba mucho para llegar y al
decirme que no, pedí que detuviesen el coche. Deseaba dar un paseo. Me despedí
de mi amigo y bajé, necesitaba un poco de aire fresco, no era capaz de seguir
escuchándolo.
Ya cerca de mi casa, vi en una pared un graffiti que me llamó la atención. Era una inscripción en letra artística que
decía:
¡¡¡EL AMOR ES UNA PLANTA QUE SE HA DE REGAR A
DIARIO!!!
Justo debajo, como de mala gana, se había
escrito una continuación en letra que casi no se comprendía.
¡¡¡Y EL ODIO OTRA QUE SE HA DE PODAR, TODAVÍA MÁS A MENUDO¡¡¡
Sonreí y continué andando, ya no me faltaba
mucho. Se había hecho de noche y necesitaba descasar. Mientras iba recordando
que, ni el amor ni el odio, pasarían inadvertidos en el nuevo milenio. Al otro
lado del portal de mi casa, el rótulo de un banco anunciaba.
¡¡¡NADIE CUIDARÁ MEJOR DE SU DINERO!!!