viernes, 5 de julio de 2013

Sentencia caprichosa es la muerte

Al otro lado de la puerta esperaba el plomo que había de partirle el corazón en dos. Miró a su alrededor, para saber de qué se despedía. Una calle estrecha, sucia, apestosa, flanqueada por unos edificios antiguos, con ventanas de madera y balconadas de hierro oxidado. Tres o cuatro coches destartalados, incapaces de huir, esperando como él por el ocaso. Olía a mar, a puerto, a podredumbre. Más allá, donde debería estar el sol; nada. La noche, sólo la noche. Atrapado, desarmado y condenado; una sentencia que intuía firmada.

Giró el pomo, empujó la hoja de madera y franqueó la entrada. Decidido, pasó por delante de la cocina, sin atreverse a encender las luces, directo al salón, y se acercó al mueble bar. Un segundo, para suspirar, y se sirvió un coñac.

Del bolsillo de la chaqueta extrajo un sobre abierto; pero no había leído la carta, no era necesario. Lo guardó otra vez. Demasiada oscuridad para encender la luz.

Detrás de unos tomos gruesos, en la estantería más alta, guardaba una pistola y el cargador. No le costó alcanzarla. Comprobó las balas, el seguro y la sopesó: estaba fría, helada. La apoyó en la barra, junto al licor, y retiro la mano como si quemara.

Volvió a la copa y la levantó hacia el único cuadro que tenía en toda la casa.

–Por ti –brindó.

Un retrato en blanco y negro. La imagen de la belleza, inalcanzable, femenina, prohibida; un rostro sitiado por las tinieblas. La voz del silencio colgada de una alcayata. Apuró el líquido hasta la última gota. Un intenso dolor lo obligó a encogerse. Necesitó tiempo para incorporarse, para alcanzar el cuadro y descolgarlo de la pared. Lo miró de cerca y lo apretó contra su pecho.

–Contigo bailaré mi último tango.

Desde la calle, el ruido de coches a gran velocidad y las sirenas de la policía atrajeron su atención. Abrazado al retrato, volvió sobre sus pasos hasta la entrada y abrió la puerta. Disparos, en todas direcciones, barrían el callejón. Ni se dio cuenta, una bala perdida atravesó el cuadro y lo tiró de bruces, bajo el dintel.

–Está muerto, mi sargento; le reventó el corazón –dijo uno de los policías–, una desgracia.

–¿Desgracia? –dudó el sargento, mientras ojeaba la carta que había encontrado en la chaqueta del fiambre.

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