Levantó la cabeza, miró a lo alto y
mandó una extraña carcajada al infinito. Inmerso en una serie de movimientos
inciertos e inseguros, tembloroso y agitado, llevó una mano a la cabeza y se
dio unos tirones al estropajo. Con la otra, después de un generalizado repaso,
terminó por rascarse sus partes desde el bolsillo. Palmeó la camisa de franela y
el pantalón de pana amarilla, se dio golpes como si los remiendos fuesen moscas
y acabó perdido entre una polvareda.
Apareció unos metros más adelante, a vueltas sobre sí mismo en medio de circunferencias irregulares. Se paró y, mirando las
zapatillas desatadas, una de ellas sin cordones, mantuvo unos instantes de
quietud. Levantó de nuevo la cabeza, buscó en el vacío y envió otra espasmódica
carcajada al encuentro de la anterior. Después, inició una serie de paseos de
un lado para otro, de recorridos cortos y cambios de sentido imprevistos, sin
un rumbo determinado.
Al final, se agachó para recoger una
rama seca de pino. La partió en varios trozos y se quedó con uno del tamaño de
una batuta. Se acercó a la entrada de la cueva, dónde estaba al principio,
mientras giraba el palo como un malabarista.
Había sufrido una transformación, del estado
de inquietud y agitación pasó a uno de calma y coherencia. Los movimientos
inseguros e impulsivos eran ahora serenos y precisos, emanaba una seguridad
impensable segundos antes. Incluso, su destartalada y mugrienta presencia,
acorde con la conducta anterior, parecía ahora un accidente.
Se sentó en el suelo, de espaldas a la
cueva. Limpió el hueco que le quedaba entre las piernas estiradas y, con la
ayuda del palo, dibujó la silueta de una paloma. Avanzó arrastras sobre el
trasero de su pantalón y dibujó otra exactamente igual. Con extraordinaria
habilidad, repitió el acto en varias ocasiones. Ensimismado, se había escondido
entre la tranquilidad y el ruido del palo al rozar con el suelo.
Cuatro o cinco metros más adelante, se
puso de pie y observó unos instantes el dibujo. Al darse la vuelta, ante la evidencia, arrojó el palo lo más alto
que pudo, pataleó, braceó sin ton ni son, todo entre unos ires y venires sin
sentido. Parecía encontrarse otra vez en una especie de histeria silenciosa. En
esta ocasión, ni siquiera la acompañaba con las estertóreas carcajadas.
Al andar de un lado para otro, encontró
el palo que había tirado. Lo recogió y se apaciguó instantáneamente. Nada
indicaba su agitación, salvo unas gotas de sudor, que bajaban por su rostro y serpenteaban entre el polvo. Regresó junto al dibujo que se había salvado
antes y se sentó a su lado, esta vez de frente a la cueva. Lo borró con la mano
y dibujó otra paloma idéntica a las anteriores. En esta ocasión en sentido
contrario. Avanzó como antes, arrastras, paloma a paloma, hasta la entrada de la cueva. Allí
se levantó y contempló una escena que ya le era familiar: las huellas de su
trasero, que habían borrado los dibujos a su paso.
Empleó todas sus fuerzas para arrojar el
palo a lo más alto y se sentó en la piedra que tenía al lado de la entrada de
su hogar. Esta vez no había perdido el control, miraba tranquilo y con atención
la silueta de la última paloma.
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