jueves, 4 de julio de 2013

Lalo (Eulalio)

Levantó la cabeza, miró a lo alto y mandó una extraña carcajada al infinito. Inmerso en una serie de movimientos inciertos e inseguros, tembloroso y agitado, llevó una mano a la cabeza y se dio unos tirones al estropajo. Con la otra, después de un generalizado repaso, terminó por rascarse sus partes desde el bolsillo. Palmeó la camisa de franela y el pantalón de pana amarilla, se dio golpes como si los remiendos fuesen moscas y acabó perdido entre una polvareda.

Apareció unos metros más adelante, a vueltas sobre sí mismo en medio de circunferencias irregulares. Se paró y, mirando las zapatillas desatadas, una de ellas sin cordones, mantuvo unos instantes de quietud. Levantó de nuevo la cabeza, buscó en el vacío y envió otra espasmódica carcajada al encuentro de la anterior. Después, inició una serie de paseos de un lado para otro, de recorridos cortos y cambios de sentido imprevistos, sin un rumbo determinado.

Al final, se agachó para recoger una rama seca de pino. La partió en varios trozos y se quedó con uno del tamaño de una batuta. Se acercó a la entrada de la cueva, dónde estaba al principio, mientras giraba el palo como un malabarista.

Había sufrido una transformación, del estado de inquietud y agitación pasó a uno de calma y coherencia. Los movimientos inseguros e impulsivos eran ahora serenos y precisos, emanaba una seguridad impensable segundos antes. Incluso, su destartalada y mugrienta presencia, acorde con la conducta anterior, parecía ahora un accidente.

Se sentó en el suelo, de espaldas a la cueva. Limpió el hueco que le quedaba entre  las piernas estiradas y, con la ayuda del palo, dibujó la silueta de una paloma. Avanzó arrastras sobre el trasero de su pantalón y dibujó otra exactamente igual. Con extraordinaria habilidad, repitió el acto en varias ocasiones. Ensimismado, se había escondido entre la tranquilidad y el ruido del palo al rozar con el suelo.

Cuatro o cinco metros más adelante, se puso de pie y observó unos instantes el dibujo. Al darse la vuelta,  ante la evidencia, arrojó el palo lo más alto que pudo, pataleó, braceó sin ton ni son, todo entre unos ires y venires sin sentido. Parecía encontrarse otra vez en una especie de histeria silenciosa. En esta ocasión, ni siquiera la acompañaba con las estertóreas carcajadas.

Al andar de un lado para otro, encontró el palo que había tirado. Lo recogió y se apaciguó instantáneamente. Nada indicaba su agitación, salvo unas gotas de sudor, que bajaban por su rostro y serpenteaban entre el polvo. Regresó junto al dibujo que se había salvado antes y se sentó a su lado, esta vez de frente a la cueva. Lo borró con la mano y dibujó otra paloma idéntica a las anteriores. En esta ocasión en sentido contrario. Avanzó como antes, arrastras, paloma a paloma, hasta la entrada de la cueva. Allí se levantó y contempló una escena que ya le era familiar: las huellas de su trasero, que habían borrado los dibujos a su paso.


Empleó todas sus fuerzas para arrojar el palo a lo más alto y se sentó en la piedra que tenía al lado de la entrada de su hogar. Esta vez no había perdido el control, miraba tranquilo y con atención la silueta de la última paloma.

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