Imperdonable, que alguien madrugue un sábado
para despertar a otros debería de ser imperdonable.
–Me manda la agencia –dijo una mujer de ropas
humildes.
Matías insistió en sus pensamientos, mientras
ajustaba la bata lo mejor posible. A quién se le ocurre presentarse a aquellas
horas y sin comunicarlo antes.
–No comprendo, les tengo dicho que prefiero
los martes y jueves –se excusó, al tiempo que franqueaba la puerta y la
invitaba a entrar. ¡Era sábado, coño! ¡Maldita sea!
–Si quiere, me voy y vengo otro día –dijo ella,
inquieta y con aparentes ganas de irse de allí cuanto antes.
Que no le había gustado era evidente. Ni se
había vestido para recibirla, del aseo mejor no hablar. Pero no eran horas, ni
él adivino.
–Adelante, pasa. No contaba contigo hasta el
lunes o el martes –insistió en la disculpa y encogió los hombros, consciente de su
impresentable presencia.
–Fui yo quien pedí venir hoy a la entrevista.
Quieren que empiece el miércoles y hasta ese día trabajo, pero creía que lo
habían avisado –explicó desde el umbral, sin mostrar ánimos de cruzarlo.
Cabía la posibilidad de que, ante las
palabras de disculpa y de desconfianza que mostraba, estuviese más interesada en
irse de allí que en aceptar el trabajo. La comprendía. Tal como la
recibió, ¿qué entrevista le iba a realizar?
Demasiado tarde para lamentase de su imagen.
Disimularía el requisito, quizá como lo fingiría ella; lo más seguro, es que no
volviera por allí nunca más... Remataría con aquel inoportuno asunto lo antes
posible.
Se retiró a un lado y, con la mano extendida,
le indicó el camino.
La mujer accedió al interior, en apariencia,
con la luz de alarma encendida. La impresión de que saldría por piernas a la mínima
sospecha acentuaba la tensión de la ya corrompida atmósfera.
–Como puedes comprobar, el nicho es pequeño
–se esforzó en el talante hospitalario–; acomódate si encuentras dónde y
sírvete lo que quieras. Me visto en un momento, disculpa.
Tal vez se estuviese preguntando qué pintaba
allí. No sería extraño que la tentación de marcharse pudiese con ella y saliese
corriendo de aquel cuchitril. Más que nada, por encontrarlo de aquel modo:
patas arriba; con seguridad pensaría que se trataba del picadero de un salido.
Metía miedo. ¡Joder con la agencia, qué inepta; lo había pillado en pelotas!
–¡Ey, chicas, moved el culo! –y las destapó.
Aquellas nalgas desnudas, blancas, muy
blancas, continuaban siendo una tentación que aprovechó para cachetear con
sensualidad.
Las dos gatitas ronronearon entre estirones y
bostezos.
–Arriba, arriba; os tenéis que ir –insistió, casi paternal.
Refunfuñaron resacosas y somnolientas,
molestas por el madrugón –se le podía llamar también intensa y extensa velada
si no fuese por lo que molestaba despertar–; pero no les quedó más remedio que
abandonar el calor de las sábanas y vestirse. De nada sirvieron sus coqueteos,
ni siquiera las caricias que le dedicaron surtieron efecto.
–¡Qué coñazo de tío! –protestó una.
–¡Vaya despertar!, no parece el mismo de ayer por la noche –añadió la otra.
En apenas en unos instantes salían las tres por la puerta: las dos gatitas delante y la empleada del hogar, que las siguió sin mirar atrás.
–¡Vaya despertar!, no parece el mismo de ayer por la noche –añadió la otra.
En apenas en unos instantes salían las tres por la puerta: las dos gatitas delante y la empleada del hogar, que las siguió sin mirar atrás.