Angustia me causaba la cita, ella era toda una
mujer y yo solo un pipiolo. Me enfrentaba a una persona abierta y decidida;
capaz de matarte, tanto de gusto como con palabras. Su personalidad directa, capaz
de convertir la realidad en un bloque de cemento y la verdad en bala de plata,
me intimidaba y atraía. Ni siquiera se cortó cuando explicó que le gustaban los
hombres fuertes, con empuje y bien armados; más claro imposible. Nada que ver
conmigo, al contrario, me considero una persona tierna, mimosa; que gusta del
buen trato y se enreda en el cariño con facilidad. Un retrato en mate diría yo;
<<un pardillo>>, resumió ella sin remordimiento alguno.
Resignación, la dentellada era incontestable. Si acaso, advertirle que el
ensañamiento no es requisito indispensable en el asesinato; pero eso sería
incitarla para que la siguiente patada apuntara a la entrepierna. Miedo, en una
palabra; temía su lengua afilada, incluso cuando me la metió en la boca, cuando
se la saboreé y la sorbí con fruición. Y si a mí me había gustado, a ella la obligó
a cerrar los ojos. Increíble, sabía gemir y suspirar, hasta se le escapó un <<¡qué
bien besas, jodido!>>. Menuda sorpresa. Ni idea, yo no tenía ni idea; tan
sólo me dejé llevar, correspondí sumiso a su ataque directo y me dispuse a
morir en sus brazos. No me encomendé a nadie porque no daba
abasto.
Cuando abrió los ojos algo había cambiado, ni
ella era la misma, ni yo tampoco.
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