Allí estaba, en el camerino de la soprano
ligera con mejor voz: la Prima Donna de los
agudos y de la interpretación del elenco activo, según gritaban los carteles
del teatro. Venía a entregar un ramo de flores. Soy mensajero, en las horas no
lectivas hago repartos; es como gano la paga del fin de semana.
Cuando el dependiente de la floristería me
entregó el envío y dijo: has tenido suerte hijo, vas a conocer a una famosa; un
capricho de mujer. Le sonreí indeciso, no sé si por el trato paternal, la
buenaventura o el acento de advertencia que parecían insinuar sus últimas
palabras. Había encendido mi fantasía. Yo sólo tuve que poner en marcha la
burra, un vespino de la primera guerra mundial, que mi romanticismo resentido
llama Harley. Del tráfico y del orballo apenas me di cuenta, dediqué el
recorrido a la ensoñación ¿Cómo sería la diva? Bella, bella y caprichosa como
había dicho el de la floristería. La imaginaba en su camerino, rodeada de
flores y bombones, vestidos y joyas, pinturas y maquillajes, biombos
traslúcidos que ensalzaban su silueta y espejos, muchos espejos enfrentados
entre sí que la multiplicaban hasta el infinito; olía a perfumes caros, agua
fresca y a mes de mayo; era el sol quien pasaba la noche con ella, los admiradores
guardaban cola en el pasillo. El tubo de escape de la Harley
sonaba a Elisir D´Amore, me sentía un
Nemorino a través de los campos de trigo en búsqueda de Adina.
Pero la realidad quiso una habitación desangelada
e impersonal, más parecida a la antesala del infierno que a los sueños de un
inocente. No era un camerino, sino una ausencia. Una ausencia pintada de blanco
impuro. Diez metros cuadrados, tal vez doce, con dos puertas interiores,
enfrentadas a la principal; la ilusión de una ventana abierta al mar era el
mayor esfuerzo artístico de la estancia; dos retratos en blanco y negro en la
pared opuesta a la pintura hablaban de tiempos pasados. Debajo, el tresillo
tapizado en tela, a juego con dos taburetes, y la mesa de cristal permitían
intuir un resquicio alternativo al desamparo. En la mesa, una fotografía
eternizaba el aburrimiento de un pequinés. Las flores de los incondicionales
descansaban en la consola contigua a la puerta de entrada, incapaces de
contrarrestar el envolvente olor a quimera. No había espejos ¿para qué? La
soledad no los necesita. En el rincón más apartado, servicial, la papelera de
alambre succionaba con fuerza el destino del habitáculo.
De una de las puestas salió un individuo, el agente de la cantante, y me preguntó si las flores eran frescas. Recién matadas, le contesté. Agarró el ramo, le retiró la tarjeta y lo dejó en el cementerio con las demás. Mientras tiraba la nota a la papelera, sin leerla, se disculpó en nombre de la artista. Con la misma emoción me dio la propina, igual de generosa. Salí al pasillo y cerré la puerta, la puerta de un ataúd, allí dejaba enterrado otro sueño.
De una de las puestas salió un individuo, el agente de la cantante, y me preguntó si las flores eran frescas. Recién matadas, le contesté. Agarró el ramo, le retiró la tarjeta y lo dejó en el cementerio con las demás. Mientras tiraba la nota a la papelera, sin leerla, se disculpó en nombre de la artista. Con la misma emoción me dio la propina, igual de generosa. Salí al pasillo y cerré la puerta, la puerta de un ataúd, allí dejaba enterrado otro sueño.
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