Aniceto era un hombre sin estrella. Un
sirviente sin amo. Iba de pueblo en pueblo, de hacienda en hacienda y de señor
en señor, intercambiando agotadoras jornadas de trabajo por un, no siempre
equitativo, sustento diario.
En una ocasión,
después de una faena de sol a sol, sin haber visto en todo ese tiempo nada que
oliese vianda, expresó su lastimoso clamor. Se quejó, en voz alta, de la
conversación silenciosa que había mantenido con su estómago.
Al oír semejante atrevimiento, el señor de la hacienda, que por compasión le había permitido trabajar, se
sintió dolido y avergonzado. Por lo que, ante tan descarada e injuriosa ofensa,
dijo, en un tono todavía más alto:
–Nunca, en ésta, mi
casa; delante de tan distinguido e ilustre hidalgo, hubo caballero ni lacayo
acosado por el hambre. ¿Cómo le ha ocurrido a usted, si solo es un sirviente?
Sobre todo, después de haber completado una buena jornada. ¿Por qué un día tan
desgraciado? Eso no puede ser. Imposible. No, nunca. Nunca, nunca.
–Si no se trata de
hambre, hambre... –intentó desdecirse Aniceto, bastante atemorizado–, con un
trozo de pan y un vaso de agua...
–¡Caridad! –gritó a
su esposa, el hacendado herido por la deshonra; mientras, entraba al galope en
la casa.
–¿Qué ocurre, Generoso?, ¿a qué vienen esos gritos, esposo mío? –preguntó la mujer al salir a
su encuentro.
–Avisa a las
criadas, a todas, si hace falta. ¡En esta casa hay un sirviente con hambre! Diles que preparen una gran cena; la mejor. Digna del paladar de un rey.
Al sorprendido
Aniceto no le cabía la lengua en la boca, le resbalaba entre tanta saliva.
–Las comidas que
servimos aquí, muchas majestades las tuviesen es sus palacios. ¿Dónde quieres
que ponga la mesa? –convino la mujer.
El señor, hombre que
no gustaba compartir yantar con los criados, le indicó a su esposa que la
sirviese en el alpende; donde dormían el perro y el gato.
Allí se aposentaron
Aniceto y su hambre, sentados delante de una mesa, más repleta de elogios que
de viandas. Mal andaban las majestades que en sus cenas disponían de un sólo
plato. Aunque para un hambriento: un chorizo, dos arenques, una libra de tocino
rancio, una hogaza de pan moreno y una jarra de agua, supusiese mucho más que
una comida de reyes. Divino manjar era.
–¡Cuánta generosidad, señor! ¡Qué feliz siervo si, para siempre, tuviese yo un amo semejante! –con
los ojos atados al plato, se relamía en halagos el deslumbrado sirviente.
–¡Un momento!
–espetó el abnegado hidalgo– Antes de que comiences a comer, para que veas
hasta dónde alcanza la hospitalidad de la familia de Generoso Buenaventura, te
voy a proponer un trato:
–¿Sí? Usted dirá, mi
señor –contestó Aniceto, mostrando curiosidad e impaciencia.
–¿Ves aquel saco?
–mostró el dueño de la hacienda, señalando a lo alto de una tarima–, es una
fanega de trigo. Si la deseas es tuya, incluido el préstamo del terreno
correspondiente, para obtener de ella una cosecha. Pongo a tu disposición mis
tierras, te dejo elegir la fanegada que creas más productiva. Todo eso, a
cambio de esta cena que tienes delante.
–¿Cambiar el saco de
trigo por la cena?
–Eso es. Necesito
saber cuál es el motivo de tus quejas. Si de verdad son de hambre, no dudarás
en cenar como haría un rey. De lo contrario, tal vez, prefieras sembrar el
trigo en la mejor de mis posesiones y obtener, sin duda, una superior cosecha.
Aniceto empezó a
divagar, iba del plato al saco, del saco al plato y de nuevo, vuelta al trigo,
a la fanega. Ya se imaginaba la tierra dónde podría cultivarla.
–Piénselo, no tenga
prisa. Yo también voy a cenar. Cuando termine vendré a preguntarle cuál ha sido
la decisión que ha tomado. Si todavía no empezó a comer, entenderé que desea la
fanega de trigo y si no: buen provecho. En persona le presentaré las más
sentidas disculpas. Aceptaré públicamente la deshonrosa falta que habrá caído
sobre mi casa.
–Buen provecho.
–contestó el sirviente, aturdido por completo.
Aún no había
terminado de cruzar la puerta del edificio principal aquel sorprendente
hidalgo y ya le daba vueltas a los números el pobre Aniceto.
Se levantó y fue a
comprobar el contenido del saco. Estaba lleno de trigo. No lo habían engañado.
Y sin apartar la vista de él, se dejó llevar por los cálculos. De recoger una
buena cosecha, podría vender la mitad y comprar una pareja de bueyes o de
caballos, para, a su vez, cambiarla por un buen terreno en el que sembrar la
otra mitad del trigo...
Comprando y
vendiendo se había olvidado por completo de la real cena. Ya estaba adquiriendo
aquella hacienda, cuando vio salir a Generoso por la puerta.
En ese justo
momento, retornó a la mesa y miró de nuevo el plato. Al verlo abrió los ojos
más allá del espanto. Estaba tan vacío como la jarra de agua, que descansaba
sobre el mantel, acostada. El agua goteaba de la mesa al suelo, donde las migas
de pan aparecían sembradas sin ton ni son. No comprendía nada. No.
Absolutamente nada. Su mirar, confundido, se perdió en uno de los rincones,
donde el perro y el gato se relamían. Curiosamente, bien avenidos, igual que unos colegas de juerga.
–Buen hombre –dijo
el hacendado con gesto sentido–, le pido mis más sinceras disculpas. Era verdad
que tenía usted hambre. No ha dejado ni las sobras. Dígame cuándo y dónde
quiere que exprese, públicamente, la desgracia que ha caído sobre esta infeliz
familia.
–Yo no..., no
fui..., no cené...
–¿Cómo que no cenó?
Me quiere hacer creer que una persona, muerta de hambre, pasó sin comer, viendo
con mis propios ojos el plato vacío. No le creía capaz de vileza tal.
–Pero..., yo...,
no...
–¿Qué pretende?
¿Cenar y tomar posesión del trigo? ¿Las dos cosas? ¿O causar aún más
desagravio? No tendrá el valor de inculpar al perro o al gato. ¿Le parece poco
dejar morir de hambre a los sirvientes? ¿También me quiere acusar de no dar de
comer a mis animales? Por favor, le ruego que abandone la hacienda, que con tan
buenas intenciones lo recogió. Si no quiere que lo echen a palos. A quién se le
cuente... ¡Qué un hambriento, se haya dejado comer su cena por un perro o por
un gato! El animal es usted. Un verdadero miserable. Mira que tratar de
engañarme a mí, a Generoso Buenaventura... –cada vez gritaba más, mostrando,
con visibles aspavientos, su gran enfado– ¿Qué sirviente? No es usted un
plebeyo, sino un truhán con la vil intención de darme gato por liebre.
Aniceto se levantó
y, cabizbajo, empezó a caminar hacia la salida.
–Lo..., lo sien..to,
le...le prometo que a mi estómago... no llegó..., ni tan siquiera..., una
miserable escama. –decía, mientras iniciaba la partida.
–¡Fuera, bellaco! ¡No
se te ocurra volver! –amenazaba a gritos aquel insigne hidalgo– Si algún día te
veo a menos de tres pueblos de mi hacienda, ordeno que te apaleen. ¡Por mi
honor lo juro!