sábado, 26 de julio de 2014

Aniceto


Aniceto era un hombre sin estrella. Un sirviente sin amo. Iba de pueblo en pueblo, de hacienda en hacienda y de señor en señor, intercambiando agotadoras jornadas de trabajo por un, no siempre equitativo, sustento diario.

En una ocasión, después de una faena de sol a sol, sin haber visto en todo ese tiempo nada que oliese vianda, expresó su lastimoso clamor. Se quejó, en voz alta, de la conversación silenciosa que había mantenido con su estómago.

Al oír semejante atrevimiento, el señor de la hacienda, que por compasión le había permitido trabajar, se sintió dolido y avergonzado. Por lo que, ante tan descarada e injuriosa ofensa, dijo, en un tono todavía más alto:

–Nunca, en ésta, mi casa; delante de tan distinguido e ilustre hidalgo, hubo caballero ni lacayo acosado por el hambre. ¿Cómo le ha ocurrido a usted, si solo es un sirviente? Sobre todo, después de haber completado una buena jornada. ¿Por qué un día tan desgraciado? Eso no puede ser. Imposible. No, nunca. Nunca, nunca.

–Si no se trata de hambre, hambre... –intentó desdecirse Aniceto, bastante atemorizado–, con un trozo de pan y un vaso de agua...

–¡Caridad! –gritó a su esposa, el hacendado herido por la deshonra; mientras, entraba al galope en la casa.

–¿Qué ocurre, Generoso?, ¿a qué vienen esos gritos, esposo mío? –preguntó la mujer al salir a su encuentro.

–Avisa a las criadas, a todas, si hace falta. ¡En esta casa hay un sirviente con hambre! Diles que preparen una gran cena; la mejor. Digna del paladar de un rey.

Al sorprendido Aniceto no le cabía la lengua en la boca, le resbalaba entre tanta saliva.

–Las comidas que servimos aquí, muchas majestades las tuviesen es sus palacios. ¿Dónde quieres que ponga la mesa? –convino la mujer.

El señor, hombre que no gustaba compartir yantar con los criados, le indicó a su esposa que la sirviese en el alpende; donde dormían el perro y el gato.

Allí se aposentaron Aniceto y su hambre, sentados delante de una mesa, más repleta de elogios que de viandas. Mal andaban las majestades que en sus cenas disponían de un sólo plato. Aunque para un hambriento: un chorizo, dos arenques, una libra de tocino rancio, una hogaza de pan moreno y una jarra de agua, supusiese mucho más que una comida de reyes. Divino manjar era.

–¡Cuánta generosidad, señor! ¡Qué feliz siervo si, para siempre, tuviese yo un amo semejante! –con los ojos atados al plato, se relamía en halagos el deslumbrado sirviente.

–¡Un momento! –espetó el abnegado hidalgo– Antes de que comiences a comer, para que veas hasta dónde alcanza la hospitalidad de la familia de Generoso Buenaventura, te voy a proponer un trato:

–¿Sí? Usted dirá, mi señor –contestó Aniceto, mostrando curiosidad e impaciencia.

–¿Ves aquel saco? –mostró el dueño de la hacienda, señalando a lo alto de una tarima–, es una fanega de trigo. Si la deseas es tuya, incluido el préstamo del terreno correspondiente, para obtener de ella una cosecha. Pongo a tu disposición mis tierras, te dejo elegir la fanegada que creas más productiva. Todo eso, a cambio de esta cena que tienes delante.

–¿Cambiar el saco de trigo por la cena?

–Eso es. Necesito saber cuál es el motivo de tus quejas. Si de verdad son de hambre, no dudarás en cenar como haría un rey. De lo contrario, tal vez, prefieras sembrar el trigo en la mejor de mis posesiones y obtener, sin duda, una superior cosecha.

Aniceto empezó a divagar, iba del plato al saco, del saco al plato y de nuevo, vuelta al trigo, a la fanega. Ya se imaginaba la tierra dónde podría cultivarla.

–Piénselo, no tenga prisa. Yo también voy a cenar. Cuando termine vendré a preguntarle cuál ha sido la decisión que ha tomado. Si todavía no empezó a comer, entenderé que desea la fanega de trigo y si no: buen provecho. En persona le presentaré las más sentidas disculpas. Aceptaré públicamente la deshonrosa falta que habrá caído sobre mi casa.

–Buen provecho. –contestó el sirviente, aturdido por completo.

Aún no había terminado de cruzar la puerta del edificio principal aquel sorprendente hidalgo y ya le daba vueltas a los números el pobre Aniceto.

Se levantó y fue a comprobar el contenido del saco. Estaba lleno de trigo. No lo habían engañado. Y sin apartar la vista de él, se dejó llevar por los cálculos. De recoger una buena cosecha, podría vender la mitad y comprar una pareja de bueyes o de caballos, para, a su vez, cambiarla por un buen terreno en el que sembrar la otra mitad del trigo...

Comprando y vendiendo se había olvidado por completo de la real cena. Ya estaba adquiriendo aquella hacienda, cuando vio salir a Generoso por la puerta.

En ese justo momento, retornó a la mesa y miró de nuevo el plato. Al verlo abrió los ojos más allá del espanto. Estaba tan vacío como la jarra de agua, que descansaba sobre el mantel, acostada. El agua goteaba de la mesa al suelo, donde las migas de pan aparecían sembradas sin ton ni son. No comprendía nada. No. Absolutamente nada. Su mirar, confundido, se perdió en uno de los rincones, donde el perro y el gato se relamían. Curiosamente, bien avenidos, igual que unos colegas de juerga.

–Buen hombre –dijo el hacendado con gesto sentido–, le pido mis más sinceras disculpas. Era verdad que tenía usted hambre. No ha dejado ni las sobras. Dígame cuándo y dónde quiere que exprese, públicamente, la desgracia que ha caído sobre esta infeliz familia.

–Yo no..., no fui..., no cené...

–¿Cómo que no cenó? Me quiere hacer creer que una persona, muerta de hambre, pasó sin comer, viendo con mis propios ojos el plato vacío. No le creía capaz de vileza tal.

–Pero..., yo..., no...

–¿Qué pretende? ¿Cenar y tomar posesión del trigo? ¿Las dos cosas? ¿O causar aún más desagravio? No tendrá el valor de inculpar al perro o al gato. ¿Le parece poco dejar morir de hambre a los sirvientes? ¿También me quiere acusar de no dar de comer a mis animales? Por favor, le ruego que abandone la hacienda, que con tan buenas intenciones lo recogió. Si no quiere que lo echen a palos. A quién se le cuente... ¡Qué un hambriento, se haya dejado comer su cena por un perro o por un gato! El animal es usted. Un verdadero miserable. Mira que tratar de engañarme a mí, a Generoso Buenaventura... –cada vez gritaba más, mostrando, con visibles aspavientos, su gran enfado– ¿Qué sirviente? No es usted un plebeyo, sino un truhán con la vil intención de darme gato por liebre.

Aniceto se levantó y, cabizbajo, empezó a caminar hacia la salida.

–Lo..., lo sien..to, le...le prometo que a mi estómago... no llegó..., ni tan siquiera..., una miserable escama. –decía, mientras iniciaba la partida.

–¡Fuera, bellaco! ¡No se te ocurra volver! –amenazaba a gritos aquel insigne hidalgo– Si algún día te veo a menos de tres pueblos de mi hacienda, ordeno que te apaleen. ¡Por mi honor lo juro!

miércoles, 9 de julio de 2014

Andrómina

Doña Quimera Figurado De Lirio, famosa por su tentador cuerpo inexistente, procedía de las aparentes dinastías de los Figurado y de los De Lirio. Se crió en un mundo irreal, desarrollando una figura que era una ilusión y un atractivo que parecía un sueño. Era tanta la belleza de aquel ser etéreo y tan prometedora, que don Propio Hacedero Verismo, extranjero en aquel mundo, quedó irremediablemente prendado. Tampoco doña Quimera pudo resistirse al prometedor realismo del extraño y atrevido forastero.

En esas circunstancias: el amor crece hasta quedar ciego, y creció; la atracción atrae hasta fundir la dualidad en unidad, y atrajo; el deseo se convierte en irrefrenable, y se convirtió. La suma de tales fuerzas sólo encuentra un lugar donde detenerse, y no es otro que el altar, pese a quien pese. Y pesaba. Tanto, que ni la familia de don Propio ni la de doña Quimera aceptaban bajo ningún concepto semejante casamiento. Pero la terquedad de los enamorados era tan ilimitada como la existencia y la no existencia juntas.

La intensidad del conflicto superó el ámbito familiar e involucró a los dos mundos por igual. Las diferencias habían deteriorado de tal manera las relaciones, que la diplomacia era incapaz de encontrarle una solución al enredo familiar. Los servicios de inteligencia se acusaban mutuamente: unos, que la irrealidad y la locura habían permitido un idilio imposible ante la incapacidad de controlar el infinito; otros, que la realidad y la inflexibilidad intentaba encerrar en su espacio limitado un mundo que no le pertenecía.

Ambos mundos eran incapaces de entenderse y el conflicto que habían provocado doña Quimera y don Propio no disminuía; es más, amenazaba con fundirlos entre sí, donde la realidad y la irrealidad fuesen las dos con la misma intensidad. Cada cual necesitaba de su propia identidad, bien por la necesidad que uno de ellos tenía de sí mismo y de comprenderse o para que el otro, pudiendo o no entenderse, no se necesitase para ello.

Después del frustrado intento por detener el casamiento y ante la amenaza que suponía el posible fruto de la unión, las dos partes optaron por negociar una postura de mutua conveniencia. Necesitaban evitar aquella alianza, la capacidad de reproducir hijos imprevisibles e incontrolables de manera indefinida representaba un peligro imposible de asumir.

Para ello decidieron crear de sí mismos un mundo a donde mandar a los desposados. A semejante creación le fueron impuestas una serie de condiciones entre las cuales destacaban dos por ser indispensables para existir como tal: la primera, fue que en ese mundo podrían participar sus dos creadores; y la segunda, que dicho mundo nunca tuviese la capacidad de invadir por sí solo a ninguno de sus creadores. Formalidades que les garantizasen sus propios espacios ante la amenaza de un crecimiento ajeno e ilimitado.

Se puede decir que a doña Quimera y don Propio les regalaron un mundo el día de su boda. Lo llamaron Andrómina y en él tuvieron tantos hijos que la razón no permite conocerlos, ni entenderlos a todos.


© XoseAntón