viernes, 25 de abril de 2014

El secreto

Ven, acércate y atiende, que te voy a contar un secreto. ¿Ves aquellos acantilados donde las olas baten con fuerza y se vuelven blancas? ¿Los ves? ¿Sí? Cierra los ojos e intenta imaginártelos  ¿Puedes? ¿Y las olas? ¿Igual de blancas?  Allí está mi padre recogiendo percebes.

¿A él no eres capaz de localizarlo? ¿Ni con los ojos abiertos? Ya. Fíjate bien. ¿Nada? Pues cierra otra vez los ojos e inténtalo con ellos cerrados. ¿Tampoco?

Espera, toma mi MP3 y escucha esta música:


 A ver ahora, ¿ni así? Continúa escuchando. No, no; mejor con ellos cerrados.

¿Sabes?, al principio yo tampoco era capaz de verlo. Lo conseguí cuando, al oír esta música, tenía los ojos cerrados; por eso es mejor que pruebes primero de esa manera. Claro, también puedo con ellos abiertos; desde aquel día.

Fue poco tiempo después de que él se fuera a por los percebes. Me dijo que lo esperara, aquí, donde estamos, precisamente; quería aprovechar la marea baja. Pero la marea bajó y subió una y otra vez hasta que mi madre me vino a buscar.

Te aseguro que miré y remiré piedra a piedra, ola a ola y marea a marea, tanto aquel día como al siguiente y al otro.


¿Lo ves, ya lo ves? Lo sabía, primero era necesario intentarlo con los ojos cerrados. 

viernes, 18 de abril de 2014

Prima Donna


Allí estaba, en el camerino de la soprano ligera con mejor voz: la Prima Donna de los agudos y de la interpretación del elenco activo, según gritaban los carteles del teatro. Venía a entregar un ramo de flores. Soy mensajero, en las horas no lectivas hago repartos; es como gano la paga del fin de semana.

Cuando el dependiente de la floristería me entregó el envío y dijo: has tenido suerte hijo, vas a conocer a una famosa; un capricho de mujer. Le sonreí indeciso, no sé si por el trato paternal, la buenaventura o el acento de advertencia que parecían insinuar sus últimas palabras. Había encendido mi fantasía. Yo sólo tuve que poner en marcha la burra, un vespino de la primera guerra mundial, que mi romanticismo resentido llama Harley. Del tráfico y del orballo apenas me di cuenta, dediqué el recorrido a la ensoñación ¿Cómo sería la diva? Bella, bella y caprichosa como había dicho el de la floristería. La imaginaba en su camerino, rodeada de flores y bombones, vestidos y joyas, pinturas y maquillajes, biombos traslúcidos que ensalzaban su silueta y espejos, muchos espejos enfrentados entre sí que la multiplicaban hasta el infinito; olía a perfumes caros, agua fresca y a mes de mayo; era el sol quien pasaba la noche con ella, los admiradores guardaban cola en el pasillo. El tubo de escape de la Harley sonaba a Elisir D´Amore, me sentía un Nemorino a través de los campos de trigo en búsqueda de Adina.

Pero la realidad quiso una habitación desangelada e impersonal, más parecida a la antesala del infierno que a los sueños de un inocente. No era un camerino, sino una ausencia. Una ausencia pintada de blanco impuro. Diez metros cuadrados, tal vez doce, con dos puertas interiores, enfrentadas a la principal; la ilusión de una ventana abierta al mar era el mayor esfuerzo artístico de la estancia; dos retratos en blanco y negro en la pared opuesta a la pintura hablaban de tiempos pasados. Debajo, el tresillo tapizado en tela, a juego con dos taburetes, y la mesa de cristal permitían intuir un resquicio alternativo al desamparo. En la mesa, una fotografía eternizaba el aburrimiento de un pequinés. Las flores de los incondicionales descansaban en la consola contigua a la puerta de entrada, incapaces de contrarrestar el envolvente olor a quimera. No había espejos ¿para qué? La soledad no los necesita. En el rincón más apartado, servicial, la papelera de alambre succionaba con fuerza el destino del habitáculo. 

De una de las puestas salió un individuo, el agente de la cantante, y me preguntó si las flores eran frescas. Recién matadas, le contesté. Agarró el ramo, le retiró la tarjeta y lo dejó en el cementerio con las demás. Mientras tiraba la nota a la papelera, sin leerla, se disculpó en nombre de la artista. Con la misma emoción me dio la propina, igual de generosa. Salí al pasillo y cerré la puerta, la puerta de un ataúd, allí dejaba enterrado otro sueño.


sábado, 12 de abril de 2014

Retrato en mate con brillo

Angustia me causaba la cita, ella era toda una mujer y yo solo un pipiolo. Me enfrentaba a una persona abierta y decidida; capaz de matarte, tanto de gusto como con palabras. Su personalidad directa, capaz de convertir la realidad en un bloque de cemento y la verdad en bala de plata, me intimidaba y atraía. Ni siquiera se cortó cuando explicó que le gustaban los hombres fuertes, con empuje y bien armados; más claro imposible. Nada que ver conmigo, al contrario, me considero una persona tierna, mimosa; que gusta del buen trato y se enreda en el cariño con facilidad. Un retrato en mate diría yo; <<un pardillo>>, resumió ella sin remordimiento alguno. Resignación, la dentellada era incontestable. Si acaso, advertirle que el ensañamiento no es requisito indispensable en el asesinato; pero eso sería incitarla para que la siguiente patada apuntara a la entrepierna. Miedo, en una palabra; temía su lengua afilada, incluso cuando me la metió en la boca, cuando se la saboreé y la sorbí con fruición. Y si a mí me había gustado, a ella la obligó a cerrar los ojos. Increíble, sabía gemir y suspirar, hasta se le escapó un <<¡qué bien besas, jodido!>>. Menuda sorpresa. Ni idea, yo no tenía ni idea; tan sólo me dejé llevar, correspondí sumiso a su ataque directo y me dispuse a morir en sus brazos. No me encomendé a nadie porque no daba abasto.


Cuando abrió los ojos algo había cambiado, ni ella era la misma, ni yo tampoco.

sábado, 5 de abril de 2014

La llama de una vela



Sentía un inmenso rechazo hacia los filósofos, no soportaba sus dudas y mucho menos sus ansias de saber. Estaba convencido de que no eran más que bobos enloquecidos, víctimas de una enajenación terriblemente contagiosa que se propagaba por culpa de los incautos. Asquerosos bichos, polillas que surgían de la oscuridad para alimentarse de cualquier foco de luz que emitiese calor.

Había descubierto la manera de evitarlos, pero ya nadie deseaba escapar de una epidemia que iba devorando los sentidos. Por eso lo habían encerrado, privándolo de la libertad necesaria con la que poder demostrar la razón que le negaban.
Le decían que sólo intentaban ayudarlo; no era tan estúpido, había oído con toda nitidez la sentencia del juez.

<<Le condeno a 5 años y un día de cárcel...>>

Después, la apelación cambió la cárcel por el hospital psiquiátrico. Patrañas, continuaba siendo una prisión, lo habían condenado; nada de internarlo para prestarle ayuda, como aquellos animales de bata blanca se empeñaban en explicar. No se trataba de una cura, claro que no. Vivía encerrado entre cuatro paredes pintadas de cal, un cuchitril de ocho metros cuadrados, enmohecido y amarillento, que apestaba a sudor y roña. Allí dormía, comía y vegetaba aislado del mundo. Salvo las habituales visitas a un retrete hediondo, sepultado por la mierda y los meos de todo un manicomio, no le permitían salir a ninguna otra parte. Tampoco recibía visitas, excepto la del bruto de turno, que venía todas las mañanas a inyectarle la correspondiente dosis de cordura que repartían entre los infelices del hospital. Aquel era el único contacto diario con las personas, el pinchazo de un inyectable que le inoculaba un líquido que le abrasaba las nalgas.
Una vez al mes también tenía revisión médica. Un viejo carcamal, que se hacía llamar doctor, venía a su pocilga y se esforzaba por mantener lo que supuestamente debería ser una charla amistosa. Las primeras veces que lo vio le provocó arcadas, le causaba tal repulsa que no podía evitar la sensación de mareo. Era incapaz de explicarse aquellas náuseas, la apariencia física del médico no incitaba por sí misma semejante animadversión. Sin duda, los motivos habría que buscarlos en otro sitio; tal vez en la irritante amabilidad e infinita comprensión que mostraba cuando le hablaba. No soportaba el trato familiar expresado desde una situación de prepotencia, lo violentaba tanta hipocresía. En los momentos de más tensión llegó a insultarlo directamente a la cara, pero jamás logró que aquel viejo psiquiatra reaccionara. Su rostro de piedra se mantenía impasible, dedicándole el mismo gesto de amistad, fría y enlatada, una y otra vez. Tampoco era capaz de entrever en la voz señal alguna que delatara las emociones del galeno.

Transcurrido un tiempo, se dio cuenta de que aquel cuerpo sin alma era la única puerta que tenía para alcanzar la libertad. Eso lo motivó a cambiar de actitud; evolucionó hacia una conducta más pacífica y amistosa. El rechazo inicial a la visita del médico se transformó en un encuentro cada vez más agradable. Lo necesitaba; hablar con alguien se había convertido en una cuestión vital. Sí, esperaba con impaciencia los días de luna nueva, las jornadas que habían acordado para continuar con sus charlas.

Agradecía la confianza que el médico depositó en él y se esforzaba por mantenerla. Su bienestar en aquel lugar había ido mejorando gracias a la comprensión y generosidad con que lo estaba tratando. Un atisbo de esperanza surgió dentro de sí cuando descubrió que la ayuda ofrecida por el anciano era sincera.
En aquellas citas mensuales habían hablado de casi todo, pero más que nada, del motivo por el que estaba ingresado en el hospital, de su necesidad de provocar grandes incendios en las noches oscuras y sin luna, de la condena que le habían impuesto por pirómano. Fue en una de ellas donde dijo que no soportaba que encerraran el fuego en una botella de cristal. El fuego, aparte de alumbrar, también asustaba y alejaba a las bestias y alimañas. Razón por la que creía que no se debía de iluminar la oscuridad sin una hoguera con la que protegerse. Aquel mismo día le retiraron la bombilla de la habitación y la noche lo sumió en la más absoluta negrura.
Fue cuando comprendió que el médico lo escuchaba, cuando notó dentro de sí el primer chispazo de luz que iluminaba el túnel de su condena. A los primeros indicios de comunicación y comprensión entre ellos, siguieron otros cada vez más evidentes y esperanzadores.
De la primera habitación, cerrada y sin un mísero ventanuco, no mucho más larga que el ancho de un pasillo, lo cambiaron a la actual. Ésta, a pesar de que continuaba siendo una pocilga, se podía considerar una suite si se comparaba con la anterior. La razón principal del cambio, según le dijeron, fue la falta de luz. Sin bombilla, su primer cuarto parecía el corredor del infierno, no era extraño que se asustaran todos los que necesitaban ir allí.
Eso le permitió disponer de una ventana, con cristales trasparentes en sus dos hojas, que las podía abrir de par en par. Un verdadero tesoro. Y lo más importante, era una ventana sin trampas, sin verjas, ni la sombra de un solo barrote cuestionaba su confianza. En lo más profundo de aquel viejo decrépito, por muy impenetrable que fuera su rostro, había indicios de afecto, de sentimientos, de un corazón que reconocía la sabiduría de sus actos incendiarios.

Su bienestar había ido mejorando gracias al ventanal y al psiquiatra que lo atendía. El día y la noche se asomaban a su cuarto, consigo traían las vistas, los aromas y bullicios del exterior. Un río cercano le dejaba rumores a su paso. Los animales sin cadenas le transmitían su libertad. El sol y la lluvia, por sí solos, ya suponían la mayor de las fortunas. Fuese privilegio o necesidad, eso le daba lo mismo; el contacto con la vida, aunque sólo fuera a través de un agujero, le resultaba imprescindible. Pero, lo que más apreciaba, era la vela que el médico había accedido a traerle el día de la visita. Desde entonces, todas las noches de luna nueva abría la ventana y dejaba una vela encendida para cazar a los filósofos que se disfrazaban de polillas.
***

miércoles, 2 de abril de 2014

¡Pero coño! —con perdón.

¿Está Él? ¿Sí, pero no? A ver, ¿es y no está? Bien, ¿entonces con quién puedo hablar? Ah, que no ha dejado a nadie ocupando su lugar, porque no es que Él no esté, Él es porque está y no está.

Pues mal vamos, tal y como andan las cosas bien podría, aunque no fuera más que unas horas, no ser y estar. A ver si así nos echaba una mano, porque aquí nadie parece encontrar una solución y anda todo manga por hombro. Eso sí, de culpas andamos sobrados; nos las echamos unos a otros como auténticos condenados.

Sí, sí; si fe tengo, o eso creo: Él esté o no esté, es y no es… ¡Pero coño! —con perdón—, algo me dice que alguna responsabilidad tendrá, ¿no?, que con lo hecho no parece suficiente.


Vale, vale, de acuerdo; seguiré insistiendo. ¿En la fe, dices? Pues, ¡menudo consuelo! Casi prefiero opositar a nada abajo, que buscar milagros arriba.