Abre el
portal, regresa. Afuera queda la calle, la noche, los neones rojos y la música
desgarrada. Enciende la luz de la escalera y una bombilla amarillenta le da la
bienvenida. El resplandor se acerca despacio, como los ocres de otoño, y se
posa con suavidad sobre su cuerpo. La rodea, la acaricia, desciende hasta sus
pies. Es el perro fiel que le ilumina el camino y guía sus pasos hacia un
cuento inconfesable. La puerta se cierra detrás, censura el momento como el
telón de un teatro decimonónico.
No importa,
podría verla a través del muro más opaco. Trini —porque cuando deja la calle y
entra en el edificio, es Trini, la vecina del quinto—, emite calor suficiente
para que las noches sin luna resplandezcan como un mediodía de mayo. Su solo
recuerdo es presencia viva que despierta los deseos más obscenos.
Ahí acudo a
contemplarla y así deseo imaginarla: en el portal, transformada en Trini. No en
la calle, donde tiene nombre de canción, de protagonista; cuando los verdaderos
protagonistas son extraños.
Ha venido
pronto, a finales de mes escasean los clientes con dinero. Bajo a recibirla, le
abro la puerta del ascensor y la espero. Dentro, se acerca a uno de los
laterales. La miro a los ojos con decisión y me sostiene la mirada con la boca
ligeramente abierta. Sin desviar mis ojos de los suyos, acciono el pulsador de
la planta número cinco. El ascensor se pone en movimiento y a ella se le escapa
un suspiro. Con la punta de los dedos golpeo el ala del sombrero y avanzo a
ritmo de tango. Su respiración se acelera, se torna más profunda y espesa; sus
pechos parecen adquirir vida propia, tratan de zafarse del encierro; junta más
las piernas y aprieta los muslos; un imperceptible temblor mueve sus labios,
pero no rehúye la mirada. Me aproximo hasta sentir que la rozo con el pecho. Su
cuerpo se agita, sus senos suben y bajan cada vez más rápido. Sin atropellos,
le acerco una mano al rostro y, temerosa, sin dejar de mirarme, ladea un poco
la cara. Con un leve gesto, le retiro un mechón de pelo que le cae sobre la
frente. Vuelve a suspirar.
En la música
de ambiente suena la melodía "Malena".
Mi boca
busca la suya. No la rechaza, sólo gira un poco la cabeza para que beba de sus
labios. Espera el beso con los ojos cerrados y pega su cuerpo al mío. Noto sus
medias, su faldita corta, su blusa escotada; siento sus muslos, el temblor de
su vientre, sus pechos con los pezones como lanzas. Un cosquilleo eléctrico me
recorre la espalda. Soy incapaz de continuar más allá de un suave roce de
labios. Su aliento me embriaga. Sedienta, abre los ojos y me interroga con
gesto turbado. Me abraza, me atrae con firmeza, quiere besarme. La detengo con
un dedo, al borde de los labios, que se desliza sobre el húmedo carmín. Juega a
morderlo, sonríe.
En el panel
de mandos parpadea el número cinco. La melodía continúa sonando.
Le separo
las manos de mí, la giro, la vuelvo de frente al espejo del fondo. Se deja.
Abre un poco las piernas y arquea la espalda. Poso mis manos en sus muslos y
empiezo a subirlas muy despacio. Asciendo por el contorno de su silueta,
pasando por las caderas, la cintura y los costados, hasta llegar a sus brazos.
Se los levanto y los sostengo contra el cristal. Me aprieto contra ella, le
hago sentir de nuevo mi cuerpo. La beso en el cuello, aspiro con fuerza el
aroma de su nuca. Flexiona las rodillas, no la sostienen en pie. Gime y jadea,
sus sonidos son roncos. Insisto con los besos: uno, dos, tres, cuatro, cinco...
Quiero
seguir, acompañarla a su casa, a su cama. Desnudarla beso a beso. Convertir mi
lengua en una púa y sus pezones en cuerdas de guitarra, oírlos vibrar. Arrancar
de sus jadeos notas, melodías. Mezclarme con su ardor, su aroma; con sus
temblores y espasmos. Acariciarla; arañarle, suave, muy suave, la espalda, las
nalgas, el interior de los muslos, hasta que la muñeca de porcelana se
transforme en una tigresa de bengala. Beber de su manantial de la vida, abrir
con un abracadabra la cueva de Alí Baba y los cuarenta ladrones. Llegar a su
corazón a través de su cuerpo. Convertirla, al menos un día, en la actriz
principal. Pero cuando la puerta del ascensor se abre se apagan las luces y
cesa la música.
Mañana, tan
pronto el profesor remate con la última clase, saldré del instituto y, a toda
prisa, recorreré el camino de vuelta a casa. Todo mi tiempo se ha convertido en
un instante: encontrarme con ella, coincidir en el portal. A esas horas
comienza su jornada. Nos saludaremos y bajaré la vista avergonzado. Sonreirá
maliciosa, como si adivinara mis cuentos lujuriosos. Volveré a levantar la
vista cuando me dé la espalda. Me gusta mirar como abre el portal y sale a la
calle; contemplar como, bajo la luz de las farolas, Trini, la vecina del
quinto, se transforma en tango.