Entre pendones iba el difunto, rezaban las malas lenguas. El pendón negro anunciaba el entierro que, ayudado por la cruz, abría paso al féretro con el finado dentro; seguía el cura, un monaguillo y la viuda; detrás, los allegados, las plañideras y demás acompañantes. Cerraba el cortejo fúnebre la muerte con su guadaña para que no le robaran el cuerpo.
Llovía, arreciaba, diluviaba; el cielo se vino abajo todo junto. No sólo no encontró cabida en el río, sino que la riada arrasó campos, caminos y cuanto se le interponía. Otra desgracia, el cementerio se encontraba en la parte baja del pueblo y allí llegó el acompañamiento al completo; arrastrados y revueltos, sin orden ni concierto. Hasta la misma parca se vio estampada contra las rejas del camposanto. <<Y los trajo la lluvia —contaría después el enterrador—, a todos; costaba saber cuál era el muerto>>. Tan sólo se echó en falta la guadaña, esa no apareció por ninguna parte; ¡ah!, y la curiosidad, muy llamativa por cierto, de ver como la viuda, espatarrada a más no poder, lucía unas inmaculadas bragas rojas. <<¡Un milagro, por poco no tengo que enterrarlos a todos!>>.
2 comentarios:
Que desastre de entierro!!
Y que lo digas...
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