Regresó antes de tiempo y encontró a su
mujer en la cama con otro, con su mejor amigo. Él, que se había anotado a un
gimnasio para ligar, para cumplir una fantasía, se dio de bruces con los
cuernos; los suyos.
¿Los mataba, montaba un escándalo? ¿Para qué?, si la
realidad se empeñaba en demostrarle que era él quien estaba fuera de juego. A
su alrededor la luz se achicaba, las paredes de la casa encogían; ¡aire!, le
faltaba el aire.
Aguardó en la cocina, sin atreverse a interrumpirlos.
No hizo falta, al momento se presentó ella a su lado como si no hubiese pasado
nada, mientras su amigo se iba sin despedirse. Descubrió que no era los cuernos
lo que dolía, sino la soledad. Demasiado tiempo, demasiadas inversiones; un
coste muy alto para darse cuenta de que estaba solo, de que siempre había estado
solo.
Salió a la calle, necesitaba encontrarse
consigo, contemplarse entre una marabunta enloquecida que, quizá, persiguiese
lo mismo.
–¿Tiene fuego? –un rostro amable, optimista a
pesar del tabaco, le sonreía.
Un rayo de luz se coló por entre los
nubarrones; sin duda, oculto, pero el sol continuaba en lo alto.
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