Mi
primer amor…, ¡cuánto tiempo! Y tan sólo fue eso: mi
amor, mi primer amor; mío en exclusiva, sin reciprocidad. Ella, ahora tú, no lo
supo, afortunadamente; al menos por lo que yo haya dicho, no deberías de saberlo. Pobrecillo, diez, once años; demasiado pronto para crecer. Aunque la
verdad, no fui el único. Creo que la clase completa, o eso me parecía, aprendió
antes de tiempo una lección más que intensiva. ¿Tres?, ¿cuatro meses?, más no
duró la sustitución; si bien desde aquí puede parecer toda una vida. Te presentaste
por sorpresa, con la velocidad de una flecha, a traición, y desapareciste en un
abrir y cerrar de ojos; despacio, muy despacio, como el dolor. Fíjate, ni
siquiera lo reconocí, tardé mucho en comprenderlo, en darme cuenta de que se
llamaba amor.
Ni siquiera me gustabas, aunque todos necesitásemos
aprender adjetivos nuevos para describir lo guapa que eras. No, no me gustabas,
ni eso me importaba. No eras buena, no eras justa, no eras comprensiva, no eras
tolerante. No, no lo eras. Te odié mientras estuviste con nosotros; creí que
te odiaba.
Y todo por oír una conversación que no debía.
En la mesa de al lado dos alumnos mayores (por aquel entonces, en las escuelas
de pueblo, en una misma clase se daban todos los cursos), hablaban en voz baja
de cómo verte las piernas. Ni lo pensé —salvo en lengua, iba sobrado en casi
todo; no tenía miedo a responder y mucho menos a preguntar—, dejé caer el lápiz y
me agaché a recogerlo tal cual las instrucciones.
Algo cambió allí debajo porque, salvo a modo
de recuerdo, el niño nunca volvió a salir. Crecí deprisa, tanto que me di contra
la mesa por culpa del atragantamiento. Tú dijiste que no se comían chicles en
clase y me lo recalcaste con varios reglazos en los dedos. Pero no decías la
verdad, ni eso; si me atraganté fue porque a punto estuvo de salírseme el
corazón por la boca.
Dejaron de gustarme las compañeras de clase,
jugar a los médicos y a los papás se convirtió en cosa de críos; tú, tan sólo tú invadías mi mente como una mancha de alquitrán. Si antes te odiaba, después
mucho más; me dolía hasta cuando a los demás los aprobabas con buenas notas. Me
esforcé más que nunca para impresionarte con unos resultados que encogían como
el algodón barato. Y cuando estaba dispuesto a confesar, a escribirte en una nota el animal que
me devoraba por dentro, aparece el dibujo de una mujer desnuda entre los de octavo.
¡Qué dolor!, ¡qué bofetadas se llevó el que se atrevió a pintarte!
Cuatro meses y dos besos, uno en cada mejilla
antes de marcharte; los únicos, a ningún otro se los diste, me costó aprender
una lección que jamás olvidaré. Fuiste mala, entrañablemente mala.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.