sábado, 9 de noviembre de 2013

Primer amor

Mi primer amor…, ¡cuánto tiempo! Y tan sólo fue eso: mi amor, mi primer amor; mío en exclusiva, sin reciprocidad. Ella, ahora tú, no lo supo, afortunadamente; al menos por lo que yo haya dicho, no deberías de saberlo. Pobrecillo, diez, once años; demasiado pronto para crecer. Aunque la verdad, no fui el único. Creo que la clase completa, o eso me parecía, aprendió antes de tiempo una lección más que intensiva. ¿Tres?, ¿cuatro meses?, más no duró la sustitución; si bien desde aquí puede parecer toda una vida. Te presentaste por sorpresa, con la velocidad de una flecha, a traición, y desapareciste en un abrir y cerrar de ojos; despacio, muy despacio, como el dolor. Fíjate, ni siquiera lo reconocí, tardé mucho en comprenderlo, en darme cuenta de que se llamaba amor.

Ni siquiera me gustabas, aunque todos necesitásemos aprender adjetivos nuevos para describir lo guapa que eras. No, no me gustabas, ni eso me importaba. No eras buena, no eras justa, no eras comprensiva, no eras tolerante. No, no lo eras. Te odié mientras estuviste con nosotros; creí que te odiaba.

Y todo por oír una conversación que no debía. En la mesa de al lado dos alumnos mayores (por aquel entonces, en las escuelas de pueblo, en una misma clase se daban todos los cursos), hablaban en voz baja de cómo verte las piernas. Ni lo pensé ­­­—salvo en lengua, iba sobrado en casi todo; no tenía miedo a responder y mucho menos a preguntar—, dejé caer el lápiz y me agaché a recogerlo tal cual las instrucciones.

Algo cambió allí debajo porque, salvo a modo de recuerdo, el niño nunca volvió a salir. Crecí deprisa, tanto que me di contra la mesa por culpa del atragantamiento. Tú dijiste que no se comían chicles en clase y me lo recalcaste con varios reglazos en los dedos. Pero no decías la verdad, ni eso; si me atraganté fue porque a punto estuvo de salírseme el corazón por la boca.

Dejaron de gustarme las compañeras de clase, jugar a los médicos y a los papás se convirtió en cosa de críos; tú, tan sólo tú invadías mi mente como una mancha de alquitrán. Si antes te odiaba, después mucho más; me dolía hasta cuando a los demás los aprobabas con buenas notas. Me esforcé más que nunca para impresionarte con unos resultados que encogían como el algodón barato. Y cuando estaba dispuesto a confesar, a escribirte en una nota el animal que me devoraba por dentro, aparece el dibujo de una mujer desnuda entre los de octavo. ¡Qué dolor!, ¡qué bofetadas se llevó el que se atrevió a pintarte!


Cuatro meses y dos besos, uno en cada mejilla antes de marcharte; los únicos, a ningún otro se los diste, me costó aprender una lección que jamás olvidaré. Fuiste mala, entrañablemente mala.

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