Son fáciles de intuir las grietas que hay en
su corazón, basta con mirar su manera de andar. Se mueve de un lado al otro,
con torpeza, totalmente ciego; incapaz de apartarse de las piedras y de los
charcos. No es posible encontrar una razón mejor para darse cuenta de que las
lágrimas distorsionan la visión. La mayor ceguera es aquella en la que se
cierran los ojos para llorar.
Le pregunto si puedo ayudarle, pero no me ve.
Si no aparto, pasa por encima de mí. Huele a miedo, lo mueve su dolor, la
herida de un animal salvaje. Avanza y tropieza con todo, con todos; sin sentir
los ruidos ni las quejas, con mirada y tiento de borracho.
La primera intención, la natural, la que se
tiene antes de pensar, es seguir el cuerpo que está quedando sin sombra. Ir
detrás de él hasta saber dónde cae, con la esperanza de encontrar un milagro
que ayude a socorrerlo. Pero del instinto primitivo casi no queda más que un
chispazo interior, cada vez más difícil de ver. Acostumbrados, tal como
estamos, a valorar las consecuencias de nuestros actos, a negociar con nuestra
suerte, resulta imposible dar un paso sin calibrar los riesgos. En esas
circunstancias y a la mínima señal de peligro, el mecanismo del miedo enciende
todas las alarmas y nos impide oír, ver y, lo que es peor, sentir. Situación
que nos lleva otra vez al principio e invita de nuevo a pensar; callejón sin
salida en el que tantas veces quedamos atrapados. Ignoro si existe alguna otra
dificultad que muestre más misterios que ésta.
Dejo que pase, pero lo siguen mis ojos, les atrae lo que se arrastra por la vida. La huida en zigzag para escapar del dolor me hipnotiza y no puedo evitar ser lo que soy. Ya no cabe pensar, incapaz de parar, voy detrás de lo que veo –a robar el alma nos entran por la mirada–. De nada sirve acordarse de que cuando un animal huye envenenado, detrás viene la víbora que lo ha mordido. Y el peligro de quedar en medio, entre la presa y el depredador, parece irreal. Porque cuanto más indefensa está la víctima, más cuesta imaginar a su verdugo. Nos acercamos tanto al condenado para ver su herida, que nos confundimos con él. Olvidamos que muchas serpientes son ciegas y que atacan al que tiene más calor.
No hace falta caminar demasiado para encontrar
la soledad. Cuando alguien debe ser devorado, lo mejor es apartarse y dejar que
todo acabe cuanto antes. Actitud ilustrativa, que adopta la mayoría con
experiencia, ante una ley natural, tan inquebrantable como real.
Se quedó a solas muy pronto, aislado, a pesar
de que la gente estaba cerca. Su modo de arrastrarse solicitaba ayuda, una
mano, la mía; que no dudé en prestar. Se la acerqué, hasta casi tocarlo,
esperando que me la sujetase con violencia, con desesperación.
Es el momento en el que se vuelve, cuando
yergue medio cuerpo, extiende la cabeza y me inmoviliza con la mirada.
Asombrado de tanta belleza, no puedo reaccionar. Sé lo que está ocurriendo,
pero noto el dolor de la mordedura antes de comprenderlo. No era la víctima
quien se arrastraba, sino la serpiente. Demasiado tarde.
Herido, ciego de dolor, escapo, huyo sin saber
hacia donde. Siempre igual, el miedo nos hace correr mucho más de lo que
podemos. Y cuanto más corre la víctima, más sangre bombea y más rápido extiende
el veneno por su cuerpo.
Las fuerzas disminuyen, flaqueo. El corazón se
convierte en tierra seca, se endurece y se agrieta. Ya no sé por dónde voy.
Creo que me acabo de ver mí mismo, un poco más y me atropello. Desconozco si
soy el perseguido o el perseguidor. Echo en falta razones que expliquen quién
soy. Quizá me haya hipnotizado mi propia mirada o el delirio del veneno.
Son fáciles de intuir las grietas del corazón,
se nota en la manera de andar que los ojos están llenos de lágrimas.
***
José Antonio ã 05/06/02
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