Le llamaban el marino loco. Se ganó el apelativo porque
subía al palo mayor y, desde allí, arrojaba euros apuntando a introducirlos por
la entrada de la bodega. Cuando acertaba, las monedas retumbaban como cantos de
sirena en el interior del barco.
–¿Qué haces? –era el primer grito de quienes no lo conocían.
–Estoy intentando
reunir a gentes que amen lo suficientemente el dinero como para embarcarse
rumbo a la isla de las mujeres pájaro.