jueves, 31 de octubre de 2013

Ni prosa, ni poesía

—Doña Inés, amada mía, creedme: no hay hombre que sueñe con una, que no sueñe con un harén; en prosa se lo digo.

—Ni poesía es, Don Juan, querido, que las mujeres lo sepan y de ello no saquen provecho.

viernes, 18 de octubre de 2013

Amar despierto


—Te quiero.
El sol recorre el cielo. Abajo, igual: luces y sombras. El perro descansa al abrigo del porche y al olor de su dueño; el gato, más alejado, da vueltas y brincos detrás de su rabo. Callan los pájaros a la hora de la siesta y chirrían las maderas del piso y de la mecedora con el balanceo. Va y viene, acunado por el vaivén, y antes de que el sopor lo atrape, apura el <<te quiero>>. No desea amar sólo en sueños.
—¿Me oyes?, te quiero.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Víctima o verdugo


Son fáciles de intuir las grietas que hay en su corazón, basta con mirar su manera de andar. Se mueve de un lado al otro, con torpeza, totalmente ciego; incapaz de apartarse de las piedras y de los charcos. No es posible encontrar una razón mejor para darse cuenta de que las lágrimas distorsionan la visión. La mayor ceguera es aquella en la que se cierran los ojos para llorar.

Le pregunto si puedo ayudarle, pero no me ve. Si no aparto, pasa por encima de mí. Huele a miedo, lo mueve su dolor, la herida de un animal salvaje. Avanza y tropieza con todo, con todos; sin sentir los ruidos ni las quejas, con mirada y tiento de borracho.

La primera intención, la natural, la que se tiene antes de pensar, es seguir el cuerpo que está quedando sin sombra. Ir detrás de él hasta saber dónde cae, con la esperanza de encontrar un milagro que ayude a socorrerlo. Pero del instinto primitivo casi no queda más que un chispazo interior, cada vez más difícil de ver. Acostumbrados, tal como estamos, a valorar las consecuencias de nuestros actos, a negociar con nuestra suerte, resulta imposible dar un paso sin calibrar los riesgos. En esas circunstancias y a la mínima señal de peligro, el mecanismo del miedo enciende todas las alarmas y nos impide oír, ver y, lo que es peor, sentir. Situación que nos lleva otra vez al principio e invita de nuevo a pensar; callejón sin salida en el que tantas veces quedamos atrapados. Ignoro si existe alguna otra dificultad que muestre más misterios que ésta.

Dejo que pase, pero lo siguen mis ojos, les atrae lo que se arrastra por la vida. La huida en zigzag para escapar del dolor me hipnotiza y no puedo evitar ser lo que soy. Ya no cabe pensar, incapaz de parar, voy detrás de lo que veo –a robar el alma nos entran por la mirada–. De nada sirve acordarse de que cuando un animal huye envenenado, detrás viene la víbora que lo ha mordido. Y el peligro de quedar en medio, entre la presa y el depredador, parece irreal. Porque cuanto más indefensa está la víctima, más cuesta imaginar a su verdugo. Nos acercamos tanto al condenado para ver su herida, que nos confundimos con él. Olvidamos que muchas serpientes son ciegas y que atacan al que tiene más calor.

No hace falta caminar demasiado para encontrar la soledad. Cuando alguien debe ser devorado, lo mejor es apartarse y dejar que todo acabe cuanto antes. Actitud ilustrativa, que adopta la mayoría con experiencia, ante una ley natural, tan inquebrantable como real.

Se quedó a solas muy pronto, aislado, a pesar de que la gente estaba cerca. Su modo de arrastrarse solicitaba ayuda, una mano, la mía; que no dudé en prestar. Se la acerqué, hasta casi tocarlo, esperando que me la sujetase con violencia, con desesperación.

Es el momento en el que se vuelve, cuando yergue medio cuerpo, extiende la cabeza y me inmoviliza con la mirada. Asombrado de tanta belleza, no puedo reaccionar. Sé lo que está ocurriendo, pero noto el dolor de la mordedura antes de comprenderlo. No era la víctima quien se arrastraba, sino la serpiente. Demasiado tarde.

Herido, ciego de dolor, escapo, huyo sin saber hacia donde. Siempre igual, el miedo nos hace correr mucho más de lo que podemos. Y cuanto más corre la víctima, más sangre bombea y más rápido extiende el veneno por su cuerpo.

Las fuerzas disminuyen, flaqueo. El corazón se convierte en tierra seca, se endurece y se agrieta. Ya no sé por dónde voy. Creo que me acabo de ver mí mismo, un poco más y me atropello. Desconozco si soy el perseguido o el perseguidor. Echo en falta razones que expliquen quién soy. Quizá me haya hipnotizado mi propia mirada o el delirio del veneno.

Son fáciles de intuir las grietas del corazón, se nota en la manera de andar que los ojos están llenos de lágrimas.
***
José Antonio ã 05/06/02

martes, 1 de octubre de 2013

La mano de Dios



Vagaba por una de esas mañanas en las que no apetece hacer nada. Tal vez, porque era la repetición de la jornada anterior o, incluso, de toda la semana. Después de esperar con ansiedad el sábado para ver si cambiaba de color el día y comprobar que sólo habían sido falsas esperanzas, la apatía y aburrimiento me encogían hasta sentir frío. Para no esforzarme en vivir, me había tirado a la calle. Necesitaba la confusión del anonimato, perderme entre esa muchedumbre que cuando no viene se va.

Cuando creía que ya nadie me podía ver, fuera del alcance de los malos pensamientos, un soplo de voz me susurró un saludo en el cogote.

–¡Hola!

Sorprendido, reaccioné con brusquedad y me giré para saber quién era.

–¡Anda! Si eres tú, creí que ya no te volvería a ver –dije a la inesperada y grata aparición.

No sabía cuanto tiempo había transcurrido, pero tenía que ser mucho, pues ya casi no lo reconocía. Era Sentido Común, compañero de otras ocasiones que se me antojaban muy remotas o perdidas. Ya no esperaba encontrarlo paseando por la calle un sábado a media mañana.

Antes de que le devolviera el saludo habló él otra vez.

–Te noto decaído, ¿te encuentras bien?

–Sí, sí –afirmé convencido, al fin y al cabo, sólo se trataba de monotonía–. Bajé un momento a estirar las piernas. Por lo demás, como siempre; nada que no se sepa.

–Es que me pareció que andabas cabizbajo y un tanto a la deriva, con el buen día que hace hoy –hablaba, mientras me miraba y sonreía cordialmente.

–Sí, en casa, encerrado, no se percibe de esta manera. Pero al pasear se descubre lo que anima el buen tiempo.

Tal y como sonaba mi voz, ni yo la encontraba convincente. Una de las cosas más difíciles de disimular es el aburrimiento. Por eso intenté cambiar el centro de atención y fue, entonces, cuando me fije en lo elegante estaba él. Iba de esmoquin, lo que al ser un sábado por la mañana supuse que estaba camino de una boda. Peor, vestía frac y eso me produjo un cosquilleo que no sabría decir porqué ni en dónde. La idea de que Sentido Común se casase sonaba a ironía impertinente y, ¿por qué no?, también tenía cierta gracia.

Sin atreverme a preguntarle abiertamente si él era el novio, di por hecho que iba a una boda.

–¿Tan elegante, quién se casa?

–Yo no –y se rió con fuerza.

Yo también reí, fue inevitable contener la carcajada; reímos los dos a placer.

–No, no se trata de una boda, y menos de la mía. ¿Casarse el sentido común?, ni aunque vista de frac –volvió a reírse con ganas.

–Llegué a pensarlo –le confesé, y nos desahogamos de nuevo.

–Vamos, te acompaño en el paseo. Mientras, te cuento porque voy vestido así –me dijo.



Momento en el que reanudamos ese andar hacia ningún lado, en el que yo estaba metido antes de verlo a él. Caminábamos juntos, como si fuésemos los dos colores del ajedrez. Se producía un contraste tan alto, que no sé si se notaba más por fuera o por dentro. Él lucía un elegante vestido, yo llevaba un chándal gastado y viejo que, a pesar de lo feo que era, casi todos hemos sido capaces de utilizar en alguna ocasión sólo por comodidad. De tan exagerado contraste nadie parecía darse cuenta. Es posible que al estar unos tan cerca de otros nos provocase presbicia, nos dificultase la visión. Lo mismo ocurre a una cierta edad con la letra pequeña, también es necesario separarse a una prudente distancia para ver. Por otro lado, la inevitable presencia de nosotros mismos se nos imponía, a mí por lo menos, y me impedía ver en el resto de los transeúntes otra cosa que no fuese un baile de formas borrosas; que en la mayoría de las ocasiones no podía ni siquiera esquivar.

–Dime, ¿de qué va el asunto?

–Verás... –y dudó un poco –, lo cierto es que se trata de una larga historia, que no sé como empezar. ¿Tú has oído hablar alguna vez de una partida de cartas llamada La mano de Dios?

–¿La mano de qué...? –Lo miré con fijeza intentando situarme.

–¿Tienes mucho trabajo qué hacer hoy?

–No, estoy de descanso –contesté dubitativo.

–Bien, entonces te llevaré conmigo. Ya verás, vas a vivir algo que nunca imaginaste.

–¿Qué me vas a llevar?, ¿pero cómo voy a ir contigo? ¿Qué dices? –No comprendía adónde quería ir a parar, parecía ilógico que intentara ocupar su tiempo conmigo, si en realidad quien tenía que ir a otro sitio era él.

–Sí hombre, sí. Déjame que te lo explique, es fácil.

–Venga, di. Porque empiezo a tener la sensación de una duda que me angustia. –Si lo miraba veía en él a mi amigo Sentido Común, pero si lo escuchaba la contradicción me inquietaba.

–Lo primero que tienes que hacer es vestirte para la ocasión. No hay tiempo que perder. Por el camino te iré contando el resto.

–¿Estás seguro de que tú eres Sentido Común? –Ya no podía soportar la duda yo solo, necesitaba que me lo confirmase.

–Claro que sí. No te preocupes –se rió abiertamente de mis miedos e intentó tranquilizarme con amabilidad.

–Es decir; ¿sigues siendo el que eras no?, ¿o has cambiado?

–¿Cambiado?, ¿puede cambiar el sentido común?  –Risas otra vez.
–No sé, te encuentro desconocido, distinto...

–A lo mejor es cierto, hoy es un día muy especial y tal vez esté más emocionado de lo normal. Pero, vamos; rápido que no llegamos.

Sin darme tiempo a pensar, me empujó a entrar en la primera tienda de ropa que se nos presentó y me hizo gastar mucho más de lo que cualquier sentido común normal hubiese aconsejado. Después de elegir un conjunto de chaqueta americana a juego con el pantalón, una elegante camisa de seda, corbata impuesta y zapatos también a estrenar; suplicamos y abrimos mi cartera con generosidad, hasta enternecer el corazón de un viejo sastre que, ante nuestra desesperada insistencia, accedió, refunfuñando, a dar los últimos ajustes. Con el buen hacer y la diligencia de aquel hombre no fue necesario mucho más de tres cuartos de hora para dejar lista mi ropa.

Instantes que aproveché para subir a casa, darme una ducha y un ligero afeitado. Casi sin darme cuenta, estaba camino de quién sabe dónde, vestido y arreglado con tanto esmero, que casi podía competir con la elegancia de mi disparatado amigo.



Nos subimos a un enorme coche negro, de cristales tintados que no permitían el paso de la luz. Bajé la ventanilla, para ver por dónde íbamos y pude comprobar que el coche avanzaba a una velocidad más que razonable. Me fijé en la gente que dejábamos atrás y pude comprobar que al alejarnos de ella se convertía en un punto diminuto, tan irreconocible como cuando uno estaba demasiado cerca. La distancia se me antojaba de una importancia clave para enfocar con nitidez. Dado que ni de cerca ni de lejos lograba distinguir lo que me proponía, cerré de nuevo la ventanilla. Dirigí la atención hacia Sentido Común y escuché lo decía respecto al lugar a donde me había invitado.

A partir de ese momento, ya no pude saber nada más del camino que habíamos tomado. Supuse que era bastante lejos debido a la duración del viaje. De cualquier manera, ante lo que me decía Sentido Común, pronto necesite de toda mi atención para intentar comprender donde me estaba metiendo.
Empezó a contar que nos dirigíamos a una fiesta milenaria, que tradicionalmente se celebraba al final de un milenio o al comienzo del otro. En ella se reunían todos los inmortales, únicos invitados que se podían reunir con dicha regularidad. Entre todos los asistentes se completaba una especie de baraja, que servía para que cinco jugadores participasen en una partida a la que llamaban La mano de Dios.

–A ver, si he entendido bien se trata de una fiesta para inmortales.

–Eso es.

–Ya, pero yo soy un simple mortal.

–Sí, claro, pero no está prohibido que asistan los mortales. Lo que ocurre es que no pueden participar en el juego. Cosa bastante obvia, si se tiene en cuenta que se trata de una partida en la que se juega una mano cada mil años –el condenado sonreía con satisfacción mientras hablaba, incluso me pareció que lo hacía con un cierto recochineo.

–Es decir; vosotros no sólo sois invitados, sino que también formáis parte de esa baraja.

–Así es, se trata de una baraja infinita en el tiempo e indefinida en el número de cartas. Donde cada una tiene un determinado valor, que le será aumentado o disminuido, en función del resultado final del juego. Cuando la mano termina, se le asigna a cada carta, que hubiese sido elegida para participar, su lugar en la clasificación. Dicha posición es la que indica el orden de fuerza o poder de unas con respecto a las otras. El valor que se le concede a las cartas, se llama cuota.

–Entiendo, me llevas a unas olimpiadas, pero de inmortales claro. –Lo miré, no sé si con resignación o con rabia contenida.

–Más o menos, algo así.

–Ya, la única diferencia es que en este caso se celebran cada mil años y que, en lugar del laurel, a los participantes os dan un premio llamado cuota.

Mi actitud irónica ya hubiese enfurecido a la mismísima santa paciencia, pero él semejaba no enterarse y continuaba sonriendo en clara actitud amistosa.

–Si te sirve de ayuda para entenderlo, digamos que podría valer. Siempre y cuando se tenga en cuenta de que se trata más de un juego de azar que de una competición organizada. Cada uno viene a esta reunión en busca de una cuota que saldrá de la suerte y desarrollo de dicha partida. Situación que, a la postre, servirá para mantenerlo vivo los próximos mil años.

–¿Vivo?, ¿pero no dijiste qué erais inmortales?

–Y lo somos. Sin embargo, ocurre que si por alguna razón no logras participar en la asignación de la cuota, pasas irremediablemente al anonimato, a la indiferencia. Te conviertes en un desconocido, o lo que es lo mismo; dejas de existir y entras en una especie de letargo. Eso, para cualquiera de los inmortales, supone la más cruel de las muertes. Es decir; no vives, que es mucho peor que morir.

Mientras me hablaba, al escucharle aquellas palabras y la manera de decirlas, empecé a percatarme de lo importante que era aquel juego para él. De algún modo, mi comportamiento insensible y sarcástico me hacía sentir culpable. No era mi intención burlarme, ni mi estilo, pero también era consciente de que yo ignoraba todo aquello. Opté, entonces, por prestar más atención y delicadeza al asunto.

–Por lo que me dices, esto supone mucho para ti. ¿Cómo andas tú, qué posibilidades tienes?

–¿Yo? ¡Ah! No te preocupes, mi cuota apenas varía. Digamos que una gran mayoría de nosotros somos de valores fijos. Ni alcanzamos la popularidad de algunos, ni el olvido a que someten a otros. Aquí apenas cambian las cosas de un milenio al otro. Más que nada, se trata del momento de emoción que se produce, el encuentro y la charla con los demás. Es una forma de reunión social en la que casi todos saben por adelantado el final. Un lugar apropiado para mostrarse y ver a los otros, donde cada cual tiene la capacidad de compararse y autoafirmarse con sus semejantes.

–Ya, un modo muy fino de definir el cotilleo –no pude contenerme.

–Eso también, ni te lo imaginas –las mismas risas, pero a mí ya no me hacía tanta gracia.

–¿Quiénes son los demás?

–¡Uf! No podría decírtelos todos, ni yo los conozco. Pertenecemos a diferentes apartados, o palos, como se dice en la baraja. Es mejor que los vayas conociendo tú poco a poco; será un buen modo de disfrutar de la fiesta. Digamos que, de entre los más famosos y poderosos, están las eminencias o ases de la baraja; que, por cierto, son muchos más de cuatro. Los podrás conocer directamente y hablar con ellos si lo deseas. No son nada remilgados, en estos casos cualquiera que les preste atención los estará halagando. Tendrás verdaderos galanes, como el Amor, el Odio, incluso a D. Dinero al alcance de tu curiosidad; ilustres damas como la Razón, la Justicia, hermosuras como la Fortuna o la Inteligencia: todos estarán a disposición de quien sienta interés por ellos.

–Comprendo, entonces si tú, que eres el Sentido Común, me dice todo esto, ¿qué me dirá la Locura?

–Tu mismo podrás preguntárselo, es una dama que tiene más encantos de los que en un principio quepa imaginar.

–Visto así…

El coche se detuvo y se abrieron las puertas delante de un enorme edificio, muy acorde con la situación y con la majestuosidad de unas impresionantes escaleras. La entrada estaba franqueada de par en par. Custodiada a ambos lados por unas desconocidas figuras o símbolos, que sugerían la idea de una forma distinta de guardia.

–Mira por donde, hablando de Locura; aquí viene. Ahora te la presento.

Puede que mi amigo Sentido Común estuviese en lo cierto. Pues al contemplar a aquella preciosidad, como sonreía y andaba hacia nosotros con arreboladores contoneos, tan incitante y bien puesta, nadie se atrevería a llamarla locura ni aún sabiendo que la era.

Cuanto más se acercaba, más cautivadora e irresistible se mostraba. Ante su presencia, resultaba imposible no compararla con mi amigo y, lo cierto, es que poco o nada parecían tener la elegancia y sobriedad del uno, con el encanto y la infinita frivolidad que la otra insinuaba. Tal vez, lo único que parecían compartir fuese una extraña aura que se reflejaba en los dos al mismo tiempo; una sensación que los rodeaba por igual.

Después de la pertinente presentación, celebraron afectuosamente el entrañable reencuentro y noté como me iba quedando a un lado. Circunstancia comprensible, sabiendo el tiempo y lo que aquella especie de simposio representaba para los inmortales.

Me costaba asumir lo que estaba sucediendo. Es cierto, ¿pero a quién no? Ver a Locura y a Sentido Común, caminando hacia lo que semejaban las escaleras de una fastuosa catedral o palacio, cogidos de la mano y revueltos en unas amigables carantoñas, mientras compartían experiencias y recuerdos, era una situación o idea, que iba mucho más allá de las posibilidades o límites de mi propia comprensión.

Curioso, pero no fue Sentido Común, sino Locura, quien se dio cuenta de que me había quedado atrás. Se volvió hacia mí y, en un amable gesto, me tomó del brazo y me abrió hueco entre ellos dos. A su vez, Sentido Común, quien sabe si para disculparse del momentáneo abandono al que me había sometido, o para que fuese teniendo una idea de lo que me esperaba, me susurró al oído.

–Los dos pertenecemos al mismo palo de la baraja.

Ya casi no me atreví a pensar lo que eso podía significar, puede que por la emoción que me provocaba aquella insólita situación o por el miedo que tales palabras me causaban. Fuera lo que fuese, yo estaba a punto de entrar por una enorme y misteriosa puerta, de la mano de Locura por un lado y de Sentido Común por el otro.

He de reconocer que hasta aquel instante no había pensado ni un momento en mis semejantes. Quizá la atracción o tentación de tanta curiosidad, ayudó a que me olvidase quien era yo; pero cuando noté la presencia de la puerta encima de mí, sentí miedo, un estremecedor y frío miedo.

No pude evitarlo, en ese momento le tiré de la manga a Sentido Común y, deteniéndolo casi con violencia, le pregunté:

–¿Y los demás, los míos, los mortales, dónde están que no he visto a ninguno?

–Tranquilo, han de estar por ahí, mezclados con los inmortales, pero entre vosotros no podréis veros. Aquí, supongo que de momento, no está permitido que os comuniquéis. Sólo se os permite el acceso, pero de manera individual y a modo de simple distracción o curiosidad.

–Público pasivo, quieres decir, eso ya lo tenemos muy superado nosotros con los programas de televisión. –No sé si por el miedo o por la emoción, pero tenía la ironía a flor de piel.

Locura me pasó una mano por la cabeza y, casi en un gesto maternal, revolvió mis cabellos mientras decía:

–No te preocupes, las primeras veces siempre asustan un poco.

Entramos, y al principio no fui capaz de ver nada. Conmocionado por la expectativa de aquel insólito viaje a la inmortalidad, a duras penas lograba mantener el equilibrio. Resultó ser una experiencia distinta, extraña; una infinita realidad que parecía estar siempre en constante movimiento. Donde casi era imposible mantenerse de pie. Aquella sensación de ingravidez, de vacío mental, no me permitía encontrar nada racional a lo que poder agarrarme.

Cada vez más asustado, ante la sensación de vacío, me acerqué lo que pude a Sentido Común. Y aunque Locura intentó animarme para que pasease libremente, no fui capaz. Me pareció que estaba todo tan lejos y tan cerca a la vez, que cerraba los ojos con fuerza. Era demasiada aventura para el intelecto, había más montaña rusa de lo que se podía permitir mi cuerpo.

Ellos insistían en que podía andar por mí mismo y yo lo negaba. No sé si por miedo o por ignorancia, pero no aceptaba la idea de verme solo ante tanta inmensidad. Si no fuese porque intuí que también ellos necesitaban encontrarse con su propia soledad, a pesar del empeño que mostraban en dejarme, me habría agarrado a las colas del frac de Sentido Común, igual que un niño pequeño lo hace a las faldas de su madre.

Al final, no me quedó más remedio que aceptar la idea de un viaje en solitario. Que, como la vida misma, tendría que ir descubriendo y experimentando, sin mucho más compañía de fiar que la mía. Según iba fijando el equilibrio, mientras intentaba sostenerme, apoyándome en lo que podía, iba apareciendo ante mí una imagen menos borrosa y, a la vez, más condicionada al lugar desde donde miraba. Ello me ayudó a sortear, de la mejor manera posible, el vértigo que semejante vacío me causaba. Despacio, pero me fui habituando a la navegación por la infinitud del océano mental. Disminuyeron las náuseas y el mareo se fue volatilizando como el humo de la pipa de un capitán. Comencé a desplazarme poco a poco; ya era capaz de saltar de una ola a la otra, sin necesidad de sujetarme a ninguna asa estática. Empecé a divertirme y eso me animó a continuar por tan insólita “oceanidad”.

Nunca fue necesario que transcurriera mucho tiempo para que lo extraño se convirtiese en común y cotidiano. La sorpresa es como una estrella fugaz, rara vez dura más que la novedad que la ha ocasionado. Tanto, que ya casi nada parecía lejano y lo que un principio me había resultado impensable o imposible, se había ido convirtiendo en una situación amable, familiar. Bastó con la simple ojeada, apenas tuve que esforzarme para encontrar en cada nueva imagen otra que ya conocía. En ocasiones es asombrosa la capacidad de adaptación que podemos llegar a tener.

Aún no era capaz de creer nada de todo aquello y ya se me antojaba de lo más vulgar. Sobre todo cuando conseguía olvidarme de la realidad de los inmortales. Algo sencillo, teniendo en cuenta que siempre cuesta más recordar lo que no se comprende. Incluso al pensar en los allí reunidos como personas, dejarse arrastrar por el cómodo recurso de humanizarlos, para crear un entorno compresible, me producía una sensación de alivio y sosiego. Muy necesario para mi propia salud.

Aquel encuentro no difería mucho de una reunión social a la que concurrían más conocidos que familiares o amigos. La disposición del salón, amueblado con pocos muebles y mucho espacio para moverse; sin sillas, con las mesas repartidas sin orden aparente, sólo invitaba a pasear de un lado al otro, si uno deseaba probar el variado y disperso menú. Era una situación premeditada, que presentaba la comida y la bebida de una forma que invitaba al diálogo y convivencia social. Distinta a las fiestas familiares que, por lo general, obligan a sentarse en un lugar de la mesa, condenando la amistad a los dos o tres compañeros más cercanos. Donde a fuerza de repartir pan y vino con un desconocido, es inevitable no hacer un amigo. Así, la posibilidad de recorrer toda la estancia con facilidad permitía que los invitados se pudiesen intercambiar las posiciones antes de que nadie se ahogara en el perfume del otro. Si aún eso no fuese suficiente, aquel salón o estancia real parecía interminable, tan grande que agotaba andarla toda. A mayores, contaba con varios salones auxiliares a su alrededor, abiertos al principal, que permitían ver toda la fiesta y disfrutar de unos sofás. Salvo en la cara norte, donde sólo había una enorme puerta que comunicaba a la estancia en la que se jugaba la gran partida milenio tras milenio.

Costaba creer que aquellos inmortales lo fuesen y más aún pensar en ellos como cartas de una baraja. Nadie lo diría al ver como se acomodaban alrededor de las mesas, mientras daban cuenta de las viandas con el mismo deleite que cualquier humano. No era posible ver más allá que simples mortales.

Entendido de esta forma, la conversación del Amor, el Odio y D. Dinero, apoyados en una de las barras de aquel inmenso salón, no difería en nada de una charla de galanes de poca monta. Parecía sencillo ver a imponentes bellezas como la Igualdad, la Libertad, la Honradez u otras muchas, reunidas en uno de los salones auxiliares, cotilleando como vulgares marujas de todo lo posible e imposible de la vida.

Juraría que he oído como D. Dinero le decía a sus contertulios, presumiendo de sus conquistas como si fuese un inseguro adolescente, que se había llevado a casi todas las damas a su cama. También había quien decía que su actitud de fantasma, no era más que una forma de fastidiar a los que él creía sus máximos rivales: el Amor y el Odio. Corría el rumor, quien sabe si por envidia, de que D. Dinero presumía abiertamente de sus innumerables conquistas, sólo para que ninguno de los dos pudiera arrebatarle sus amantes. Al parecer, temía del poder que pudieran tener sus competidores si recuperaban su autoestima.

Fuera por lo que fuese, parecía la estrella entre todas las cartas. Lo sabía y no paraba de mostrarlo a todo el mundo. Y aunque no a todos les hacía gracia, él se divertía y se reía sin complejos. Sin que, en apariencia, le importarse mucho lo que pensasen los demás de su descaro.

Para que no hubiese dudas de su innegable galantería, pidió a sus compañeros de barra que aceptasen una apuesta. Estaba convencido, y así se lo daba a entender, de que también sería él quien se llevase a la cama a la díscola Razón. Sin esperar respuesta, al verla al otro lado de la sala, en compañía de otra no menos ilustre como era la Justicia, salió a su encuentro; una vez más, según decían los que podían recordarlo. Sin pedir permiso, se metió entre ellas y su conversación, se le acercó al oído de Razón y, al igual que si fuese el más borracho de la fiesta, le dijo:

–Si te meto una mano entre las piernas nunca jamás vuelves a poner esa cara de aburrida mojigata.

Razón se revolvió furiosa, como si le hubiesen arrancado el alma, y le dio una sonora bofetada al descarado, mientras lo insultaba a placer.

–¡Imbécil! ¡estúpido impotente!

Dinero se retiró, para no recibir otra bofetada y, mientras disfrutaba de la mala uva de Razón, le dio un pellizcó en el culo a Justicia, al tiempo que le dedicaba un guiño y sonreía con malicia. Ésta, descuidada, no pudo más que devolver la sonrisa, al tiempo que disimulaba con elegancia el rubor que aparecía en sus mejillas.

Razón parecía jurar con más fuerza. Sus insultos inflaban el pecho de Dinero que retornó a donde estaban sus antiguos compañeros y sin dudarlo les dijo:

–¿Habéis visto cómo se cela la muy bruja?, está al caer.

Si no se tratase de una cartas, que esperaban su turno para jugar, si no fuese eso, un simple juego, daría que pensar. Pues, verlos en aquella actitud, invitaba a recordar a ciertos individuos en las salidas de las discotecas. Pero había de todo, y si D. Dinero se arrogaba el protagonismo, no era porque no hubiese otros inmortales atractivos y poderosos. Algunos eran tan interesantes como deseados, entre las más hermosas estaban Fortuna e Inteligencia que al ser dos de los comodines que toda baraja tiene, no hacían más que otorgar el máximo valor a sus compañeros de juego. Pero, como siempre, todo poder es caprichoso y se acuesta con quien le da la gana, por lo que ante tales comodines incluso D. Dinero suspiraba.

–Reunida la baraja todas las cartas parecen iguales y por eso se puede jugar –decía Sentido Común cuando me traía de regreso a casa en el mismo coche.

Lo había pasado muy bien. Al final, no era capaz de imaginar más que una fiesta en familia, de esas en las que después de comer, los más viejos sólo saben jugar a las cartas. No creía posible que se tratara de un juego, que los inmortales repetirían dentro de otros mil años para, como bien había dicho mi amigo Sentido Común, no cambiar casi nada. Me ayudaba a que todo pareciese irreal, el hecho de no haber podido asistir en directo a la partida. No dejaban entrar a nadie que no fuese la propia baraja. Algo que no se entendería entre los mortales. La idea de que un espectáculo, como se suponía que tenía que ser una partida que se llamaba “La mano de Dios”, se jugase en privado y en secreto era del todo incomprensible.

Recordé, entonces, que ni siquiera me había dado cuenta de quienes eran los jugadores de la partida, conocía algunas cartas, pero no quienes las jugaban.

–Ahora que me acuerdo, no he visto a los jugadores.

No me dejó terminar, era como si estuviese esperando para contármelo.

–Le llaman mano al juego porque son cinco los jugadores y cada uno representa a uno de los dedos. Y se dice de Dios, porque se piensa que la divinidad reparte todo su poder entre aquellos que participen en el juego. Existe la creencia, en el conjunto de las cartas, de que si cualquiera de ellas alcanzase más poder que uno de los jugadores lo sustituiría en la mesa y éste pasaría automáticamente a ocupar un lugar en le mazo de la baraja. Pero de momento los que están jugando son: el Saber que es el que reparte. Ese nunca juega y está representado por el pulgar porque dicen que es el dedo que lo encierra todo; el Bien identificado con el índice por sus infinitas posibilidades; su pareja en la mesa es el Mal, y está simbolizado por el corazón, dedo que al abrirlo hacia arriba con el puño cerrado muestra con todo esplendor a su representado; la otra pareja la conforman la Verdad, a la que se le ha elegido el anular por lo difícil que es abrirlo y separarlo de los demás; y lo Falso, qué mejor que el meñique para identificarse, tanto por la facilidad para abrirlo, como por ser el que está más próximo al infinito, y a la vez, estar siempre cerca del anular igual que lo Falso también está de la Verdad.

Pregunté si faltaba mucho para llegar y al decirme que no, pedí que detuviesen el coche. Deseaba dar un paseo. Me despedí de mi amigo y bajé, necesitaba un poco de aire fresco, no era capaz de seguir escuchándolo.

Ya cerca de mi casa, vi en una pared un graffiti que me llamó la atención. Era una inscripción en letra artística que decía:

¡¡¡EL AMOR ES UNA PLANTA QUE SE HA DE REGAR A DIARIO!!!

Justo debajo, como de mala gana, se había escrito una continuación en letra que casi no se comprendía.

¡¡¡Y EL ODIO OTRA QUE SE HA DE PODAR, TODAVÍA MÁS A MENUDO¡¡¡

Sonreí y continué andando, ya no me faltaba mucho. Se había hecho de noche y necesitaba descasar. Mientras iba recordando que, ni el amor ni el odio, pasarían inadvertidos en el nuevo milenio. Al otro lado del portal de mi casa, el rótulo de un banco anunciaba.


¡¡¡NADIE CUIDARÁ MEJOR DE SU DINERO!!!